La plañidera de don Luiz de Zulueta, cual un Jeremías valetudinario, ha gimoteado sobre el arpa celestial de su periódico, agüeros y lamentaciones. Poco nos importarían las lágrimas del melifluo profesor reformista, si no las acompañase de un retintín de calderilla falsa: «Nada se renueva. Todo sigue igual en la vetusta mansión del Estado... La hora no suena.»
Porque es evidente el encharcamiento de nuestra historia, nosotros escribiríamos con mayor sinceridad, historieta contemporánea, y son conocidísimas las ocasiones desaprovechadas para cambiar el rumbo y la estructura del Estado español, no dejaremos la retórica zuluetesca sin su correspondiente comentario.
Ni la palabra ardiente de Joaquín Costa, ni el verbo inflamado de Nicolás Salmerón, ni el proceso de Ferrer, ni el nacimiento del partido reformista, ni el triunfo de los aliados, ni la Asamblea de parlamentarios, ni la Comisión de responsabilidades, ni la derecha liberal republicana, ni el mismo señor Zulueta, aprovecharon nunca la coyuntura revolucionaria con el fin de apoderarse del Gobierno e imponer desde allí su triunfo y su razón. La culpa de tanto fracaso repetido no debemos atribuirla a las derechas. Que tuvieron acaso el espíritu animal de saber lo que querían, y así maniobraron en la lucha política. Todo el remordimiento de la derrota ha de caer sobre las falanges izquierdistas, quienes confiaron sus mandos y su destino a jefes venerables, inútiles y caducos. Cuya ancianidad y compromisos anteriores eran una barrera para cualquier acción radical y eficaz. Mediatizados los impulsos de revuelta española por la más solapada marrullería de los viejos santones, no ha sido posible aún en nuestro país la actuación desligada y responsable de un grupo de jóvenes. Carlos Marx percibió agudamente esa incongruencia nacional, que pone siempre a la cabeza de todo movimiento rebelde los derechos pasivos y el sagrado escalafón de reservistas.
Señor Zulueta: la hora de la verdad no ha sonado ni esperamos que suene todavía. No sonará, mientras al revés de las tribus salvajes africanas, donde los jóvenes cumplen el deber religioso y piadoso de devorar a los viejos, en España continúen los espíritus seniles -como usted y compañía- devorando o mistificando a la juventud.
(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)