La Conquista del Estado (Número 2)

Para salvar los destinos y los intereses hispanos, LA CONQUISTA DEL ESTADO va a movilizar juventudes. Buscamos equipos militantes, sin hipocresías frente al fusil y a la disciplina de guerra; milicias civiles que derrumben la armazón burguesa y anacrónica de un militarismo pacifista. Queremos al político con sentido militar, de responsabilidad y de lucha.

Quizá se asusten de nosotros las gentes pacatas y encogidas. No nos importa. Seremos bárbaros, si es preciso. Pero realizaremos nuestro destino en esta hora. La sangre española no puede ser sangre de bárbaro, y en este sentido nada hay que temer de nuestras acciones bárbaras.

Vamos contra las primordiales deserciones de la generación vieja y caducada. Esa generación que durante la guerra europea hizo que España cayese en la gran vergüenza de no plantearse en serio el problema de la intervención, al lado de los grandes pueblos del mundo. ¡Guerra a los viejos decrépitos por no ir a la guerra!

La generación maldita que nos antecede ha cultivado los valores antiheroicos y derrotistas. Ha sido infiel a la sangre hispana, inclinándose ante el extranjero con servidumbre. ¡Esto no puede ser, y no será!

Hoy hay que emplear el heroísmo dentro de casa. ¡Nada de alianzas con los viejos traidores!

El nervio político de las juventudes no puede aceptar los dilemas cómodos que se le ofrecen. La revolución ha de ser más honda, de contenidos y estructuras, no de superficies. Los viejos pacifistas y ramplones quieren detenerlo todo con el tope de los tópicos. ¡Fuera con ellos!

Volvamos a la autenticidad hispana, a los imperativos hispanos.

A un lado, el español nuevo con la responsabilidad nueva. A otro, el español viejo con la vieja responsabilidad de sus plañidos y sus lágrimas.

(«La Conquista del Estado», n. 2, 21 - Marzo - 1931)

Aquí estamos, frente a la realidad española, las falanges jóvenes de LA CONQUISTA DEL ESTADO. Ante nosotros se sitúa la faena intensa de dotar a nuestro pueblo de órganos políticos eficaces. Haciendo ver la gigantesca deslealtad histórica que en trance de resurgimiento se nos quiere introducir en el futuro hispánico. Hombres jóvenes, repetimos, que traen a España el fervor de la época nueva. El afán de potenciación de su país y de valorar sus valores. Difícilmente nos rendiremos en presencia de las vejeces tortuosas, ni acataremos otra normalidad que aquella que se elabore con la sangre misma de España. Venimos ansiosos de hispanidad, que es como ansia de vida y de atmósfera respirable. Y clamamos contra el régimen social injusto, exigiendo nuevas estructuras.

Antes de nosotros, ninguna actuación valiosa que podamos recoger. Todo sombras y llamas interminables, sin flor alguna. En los últimos treinta años, ni una minoría intelectual sensible ha creído necesaria una exaltación de los valores universales que entraña la hispanidad. No hablemos de actuaciones políticas. Polarizadas las fuerzas en torno a conceptos trasnochados, en cuya elaboración España no intervino, han sido pura ineficacia. Pero hoy convergen en el mundo dos rutas fecundísimas: de un lado, el afán imperioso de convertir las nacionalidades en crisoles de grandeza, creadoras de cultura; de otro, la licitud de los problemas económicos que entraña el marxismo. En esa corriente estamos nosotros, en proceso postliberal y actualista.

Si no podemos recoger tradiciones inmediatas, esfuerzos precursores articulados, sí, en cambio, disponemos de tareas solitarias y gigantes. Así, Unamuno, producto racial, voz de cinco siglos en el momento español. El hecho de que Unamuno esté ahí, patente, hablando, escribiendo, es una prueba de la vigencia hispánica. En la iniciación nuestra, en los minutos tremendos que anteceden a todo ponerse en marcha hacia algo que requiere amplio coraje, Unamuno, desde su palpitar trágico, nos ha servido de animador, de lanzador. Este hombre, que imaginó una cruzada para rescatar el sepulcro de Don Quijote, lanzó a los aires hacia 1908 las páginas más vigorosas de que el espíritu universal de estos años últimos -movilizado con bayonetas al grito imperial de predominio- ha dispuesto para expresar sus entusiasmos. Unamuno, en 1908, soñaba tareas geniales para el pueblo hispano. No han acontecido aún. Siguen los leguleyos su batallar en torno a los artículos constitucionales. Pero otros pueblos de Europa recogieron las voces aquéllas, y ahí están, victoriosos y resonantes. Aquella «locura colectiva», que decía Unamuno, había que «imbuir en las pobres muchedumbres». Ahí está Rusia, loca y triunfadora, ensayando con genialidad el mundo nuevo. Ahí está Italia, en pie, viviendo horas igualmente triunfales, en pos de las esencias de la Roma imperial, con sentido actual y fidelísimo. Ahí está la Germania hitleriana y comunista, vencida en la guerra y vencedora en la postguerra, con los ojos en las afirmaciones de estos tiempos. ¿Y España? ¿Qué ocurre aquí?

Unamuno, antes que nadie, en 1908, dio el tono de guerra, y hoy nosotros, falanges jóvenes, desprovistos de literatura y de cara a la acción y a la eficacia política, vamos a recogerlo en sus mismas fuentes. Párrafos que son hoy familiares a todo europeo de menos de cuarenta y cinco años, y que nadie recuerda aquí en los momentos en que miles y miles de ciudadanos juegan a la revolución.

Escribía y aconsejaba Unamuno:

«¡En marcha, pues! Y echa del sagrado escuadrón a todos los que empiecen a estudiar el paso que habrá de llevarse en la marcha y su compás y su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas andan con eso del ritmo! Te convertirán el escuadrón en una cuadrilla de baile, y la marcha, en danza.»

Unamuno daba a ese escuadrón el sentido de interpretar una locura colectiva. Sabiendo bien que los pueblos nunca están locos. Cuando hacen algo que a un espectador parece locura, el loco es él, el espectador. De ahí que los pueblos tengan siempre razón, sin necesidad de sufragio universal alguno que legitime sus actos. Las revoluciones las hacen los pueblos, no las tertulias de casino. Y más diríamos: ni siquiera los Comités heroicos que las dirigen. Si no hay pueblo, no hay revolución posible, y si no hay algo entrañable que afecte a la entraña del pueblo, las revoluciones no triunfan.

Y sigue Unamuno:

«Si alguien quiere coger en el camino tal o cual florecilla que a su vera sonríe, cójala, pero de paso, sin detenerse, y siga al escuadrón, cuyo alférez no habrá de quitar ojo de la estrella refulgente y sonora. Y si se pone la florecilla en el peto sobre la coraza, no para verla él, sino para que se la vean, ¡fuera con él! Que se vaya, con su flor en el ojal, a bailar a otra parte.

El escuadrón no ha de detenerse sino de noche, junto al bosque o al abrigo de la montaña. Levantará allí sus tiendas, se lavarán los cruzados sus pies, cenarán lo que sus mujeres les hayan preparado, engendrarán luego un hijo en ellas, les darán un beso y se dormirán para recomenzar la marcha al siguiente día. Y cuando alguno se muera, le dejarán en la vera del camino, amortajado en su armadura, a merced de los cuervos. Quede para los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos.»

El espíritu ascético, hispano, de eficacia luchadora y activa, que brota de la pluma de Unamuno, es el mismo que hoy en Europa sostiene el entusiasmo de cientos de miles de hombres, armas en mano frente a los viejos tópicos y las viejas inepcias. Es el espíritu que nosotros quisiéramos ver triunfante aquí, para batir toda la tontería suelta que por ahí andan buscando resquicios cobardes que la hagan dueña de los mandos.

Contra esta tontería usurpadora, Unamuno dice:

«Hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones, estás perdido.

Mira, amigo: si quieres cumplir con tu misión y servir a tu patria, es preciso que te hagas odioso a los muchachos sensibles, que no ven el universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún. Que tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos.»

Nosotros desafiamos a Europa para que nos diga si entre sus escritores, entre sus hombres de espíritu, a quienes tiene como antecedentes inmediatos de sus gestas actuales, hay nada de tan ajustada emoción y de tan preciosa grandeza como estas frases de Unamuno, escritas, repetimos, en 1908. Cuando nadie hablaba ni podía hablar de soviet, de fascismo, ni de empresa alguna violenta y genial de los viejos pueblos europeos.

Y dice más Unamuno:

«Y, ante todo, cúrate de una afección terrible que, por mucho que te la sacudas, vuelve a ti con terquedad de mosca: cúrate de la afección de preocuparte como aparezcas a los demás.»

Esto último, sobre todo, para el ambiente español enrarecido, es de una oportunidad magnífica. Aquí, cuando brota algo nuevo, aunque proceda del centro mismo vital de las gentes, se le ahoga en ridículo. Se le combate con el ridículo. Pero, ¡ah, viejos peces contumaces! Las falanges jóvenes de LA CONQUISTA DEL ESTADO vienen inmunizadas para el ridículo. Con careta eficaz y resistente.

(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)

El Centro Constitucional

El señor Cambó vive desde hace unos dos años con la pequeña obsesión de gobernar. Se ha hecho así esclavo de unos problemas, preparando minuto a minuto el torpedeo de ellos. Pero los problemas de un país fluctúan, poseen elasticidad y no suelen respetar las fechas salvadoras. Cuando el señor Cambó pide el Poder y habla de sus soluciones para las dificultades de índole social y política que en España existen, deben acogerse sus palabras con la mejor buena fe, y creer, desde luego, que, en efecto, el señor Cambó ha estudiado con afán los problemas actuales de España.

Pero esto no es suficiente para seguir a un político. Un pueblo no puede entregarse a un político si no se le garantizan, a más de las seguridades presentes, las seguridades futuras. Estas últimas consisten en esa fidelidad y esa lealtad de los hombres a los destinos históricos de su país. Es un poco fatal y absurdo lo que en España acontece con los hombres públicos. Ninguno de ellos ha logrado desasirse de los imperativos de una hora, sin capacidad para orientaciones amplias y continuadas. Y como de otra parte, es muy difícil que esa hora de cada uno coincida con la llegada al Poder, su actuación es siempre perturbadora, inactual. Es posible que en 1912 Melquiades Alvarez hubiera representado un valor en la gobernación de España. Es, desde luego, seguro que Cambó en 1920, ante los desequilibrios de la postguerra, hubiera estado al nivel de aquellos tiempos. Horas provisionales, un poco en filo de dos mundos.

Hoy, no. Ese Centro Constitucional se elabora con vistas al presente, sin aliento alguno de grandeza. Es un resorte artificioso de Poder, que se enfrentará con el problema de la peseta, el de la exportación frutera, la cuestión del trigo, etc.; pero como no le ampara el optimismo público ni ha de manejar las normas eficaces de autoridad que son hoy imprescindibles, quedará reducida su garantía de acierto a la incierta garantía que ofrezcan las personas.

¿Qué mito nacional de amplia envergadura va a ofrecer a estas muchedumbres hispanas, y cómo va a enderezar en estas horas críticas los afanes rebosantes del pueblo? Las fuerzas políticas que no lleguen provistas de alientos de esta clase, y sí sólo dispuestas a continuar la jornada mediocre, deben rechazarse como inmorales.

El problema de Cataluña

No podía faltar Cataluña en el coro de dificultades que hoy se presentan. Con su problema, con el suyo, en las horas mismas en que a España importan de modo fundamental las cosas más graves. Todavía no conocemos suficientemente en el resto de España las poderosas razones que obligan a Cataluña a desentenderse de los destinos nacionales. Pues las razones históricas, como todo el mundo sabe, prescriben, y las que tengan su raíz en el panorama actual de España son por completo ilegítimas.

Bien está que Cataluña afirme su derecho a poseer una cultura. A conseguir la eficacia de sus valores. Lo que no puede permitirse -y no se permitirá- es un impedir sistemático del hacer español. De igual modo que en el siglo XVI, vuelve hoy a adquirir sentido plenísimo la existencia de grandes pueblos. Existen tareas y realizaciones en esta época que sólo millones de hombres, a la vista de un entusiasmo común, pueden abordar. Todo anuncia hoy en el mundo una posible y radical vigencia de lo hispánico. En fracaso y huida las imposiciones triunfales de los últimos dos siglos, a cuya creación España no colaboró, está ahí de nuevo la hora española, y el momento de enarbolar las grandes decisiones universales puede llegar de un día a otro.

El problema de Cataluña es urgente que se liquide de manera definitiva. Sin que puedan volver a plantearse clamores de disidencia. Estaremos muy atentos a la solución que se prepara, y que es ya programa del actual Gobierno.

Mientras tanto, ¡alerta, españoles! Hay grupos políticos en Cataluña que especulan de modo inmoral con las dificultades internas del Estado. Esta denuncia que hacemos puede comprobarse con la máxima facilidad, y la creemos suficiente para poner en pie el vigor de la protesta.

El Consejo de guerra de Jaca

Vuelve de nuevo a Jaca la expectación española. Van a ser juzgados los ejecutores del movimiento revolucionario de diciembre. En presencia de este hecho, de esta apelación a la violencia, hemos de situar nuestros juicios con serenidad. Nada nos interesan los objetivos que se perseguían, pues cuantas veces sean precisas afirmaremos que no forman parte esencial de los contenidos revolucionarios de estos tiempos las cuestiones que afecten a las meras formas políticas.

(VISADO POR LA CENSURA) *

No andamos muy sobrados en España de esa capacidad revolucionaria a que aludimos para prescindir de los brotes que surjan. En buena hora sean llegados.

(VISADO POR LA CENSURA) *

Nuestra indiferencia por las formas de gobierno es absoluta, y nos damos cuenta de los peligros de que un triunfo republicano significase algo así como otra restauración. España debe entrar en las vibraciones universales de hoy y no agotar sus energías persiguiendo ansias caducadas.

Pero esos hombres jóvenes de Jaca están ahí, como minoría esforzada y valiente, esperando los fallos militares. Si son auténticos revolucionarios, a ellos mismos no deben importarles mucho las sentencias. Si hay que morir, se muere, y nada más. Pero no se trata de eso. España ha de salvarse, y necesita del esfuerzo revolucionario. No para satisfacer rencores, sino para elaborar con toda lealtad las rutas hispánicas, para poner en circulación universal su potencia económica y la voz de su espíritu.

En cuanto se den cuenta los españoles del gran imperativo nacional y social que debe hoy obedecerse, esas cuestiones adjetivas de la monarquía o de la república quedarán en el lugar secundario que les corresponde. Esos hombres de Jaca no lo entendieron así, y sin más ni más querían traernos la República. El error es ingenuo, pero nada malicioso. Nosotros deseamos para ellos los castigos más leves que sean posibles. Y que se pongan al servicio de la Re

(VISADO POR LA CENSURA) *

* (Sic) en el original

(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)

Algunos buenos ángeles inocentes han creído una ligereza el hecho de que hayamos incluido como colaboradores en un prospecto -sin consultarles definitivamente- algunos nombres de nuestra charca literaria.

Nuestra Revista buscaba dos tipos de colaboraciones: y las ha encontrado las dos.

Uno es el de las plumas perfectamente respetables, claras, directas, que no podían hacer traición a nada. Que no podían sentirse comprometidos en el manejo de ideas. Porque las ideas, cuando son sinceras, son también valientes y acuden a todos los campos, aun a los no coincidentes. Aun a los enemigos.

Y otro es el de aquellas gentes que en vez de ideas tienen sólo gritos. Y sus gritos eran lo que buscábamos. Sabíamos de antemano su protesta y la hemos buscado. Sabíamos de antemano su colaboración en la propaganda de introducir -gracias a sus gritos inocentes- nuestra Revista en medios que, de otra manera, hubieran permanecido herméticos.

Esta colaboración era la única que de ellos pretendíamos. Nos la han dado. No nos queda, pues, más que darles las más expresivas gracias por su importante servicio. Ahí es poco el crear el ambiente de hostilidad, de expectación y de irritación, en el que sólo podrán vivir quienes no quieren vivir en una charca de barro, como las ranas.

(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)

El pulpo del capitalismo extranjero continúa vorazmente chupando la poca savia de nuestra economía nacional. Despojo tras despojo, estruja y agota todas las posibilidades de rapiña. No se sacia con los suculentos dividendos ni con su influencia solapada en la política del Estado; aún interviene cerca del misérrimo trabajador español, exigiéndole servidumbres de tipo colonial. Tal ha sido la conducta de la dirección de la Compañía Minera de Tharsis (Huelva) al acordar últimamente el desahucio de 400 familias desamparadas, al arrojar -desde sus pocilgas al arroyo- a varios cientos de obreros despedidos, en represalia de una supuesta intervención en la organización de los Sindicatos.

La Compañía extranjera que explota a sus asalariados con los jornales más irrisibles y caciquea en el Ayuntamiento de Alosno (término municipal de las minas) y reparte a sus accionistas ganancias casi fabulosas, presenta a la opinión indignada la pueril excusa de la crisis en el mercado de la pirita. Nada puede excusarles de que en Tharsis -donde para mayor sarcasmo floreció la más antigua civilización española, la tartesia; donde vibró el espíritu nacional muchísimos siglos antes que los burgueses piratas se divirtieran en Londres o en París- se desencadenen persecuciones de esa índole contra la encadenada masa española. El ministro del Trabajo manifiesta que el atropello se ha detenido. No basta.

Queremos para el obrero español el máximo respeto y la máxima recompensa. Estas dos salvaguardias de la dignidad social son imprescindibles para su vida. Sin ellas, la Libertad que le brindan los demo-liberales-burgueses no deja de ser una broma de desocupados. Sin embargo, es evidente que estos demo-liberales-burgueses no podrán nunca conceder otra cosa. Pues están a merced de sus magníficos honorarios de abogados consultores de las empresas extranjeras. También es cierto que el Estado actual -el que enajenó las minas de Tharsis en cien millones de pesetas- es incapaz de nada justo ni nuevo.

Sólo nosotros, que hemos incorporado a nuestro programa la absoluta NACIONALIZACIÓN DE TODOS LOS YACIMIENTOS MINEROS ESPAÑOLES que están en manos extranjeras, podremos, en fecha muy próxima, asegurar a los trabajadores de España la satisfacción total de cuanto vienen reclamando, y es de justicia -no distributiva, sino imperial y civil- se le entregue en su día.

(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)