Teníamos que ser nosotros, surgidos de lo más hondo del coraje hispánico, fieles a nuestra época, con un programa postliberal en cada mano, quienes con mejor eficacia combatiésemos la sociedad y el Estado comunistas.
Odiamos el espíritu liberal burgués, trasnochado y mediocre, pero nuestro enemigo fundamental, aquel cuyo mero estar ahí significa siluetearse el combate con nosotros, es el comunismo.
Frente al comunismo, con su carga de razones y de eficacias, colocamos una idea nacional, que él no acepta, y que representa para nosotros el origen de toda empresa humana de rango airoso. Esa idea nacional entraña una cultura y unos deberes históricos que reconocemos como nuestro patrimonio más alto.
El comunista es un ser simple, casi elemental, que acepta sin control unas verdades económicas no elaboradas por él y da a ellas su vida íntegra. El fraude que realiza de ese modo trasciende de su orbe individual para convertirse, si triunfa ese sistema, en el fraude total de un pueblo que deserta de sus destinos y juega al peligro del caos.
No puede esto tolerarse. Nosotros aceptamos el problema económico que planteó el marxismo. Frente a la economía liberal y arbitraria, el marxismo tiene razón. Pero el marxismo pierde todos sus derechos cuando despoja al hombre de los valores eminentes. Y le señala un tope minúsculo, que detiene sus impulsos. Los partidos socialistas de todo el mundo resuelven esas limitaciones recayendo en el viejo liberalismo que ellos vinieron precisamente a destruir y superar.
Los partidos comunistas, en cambio, aceptan todas las consecuencias, y creen que el marxismo es capaz de asumir todos los mandos. Pero un pueblo es algo más que un conglomerado de preocupaciones de tipo económico, y si de un modo absoluto se hacen depender de los sistemas económicos vigentes los destinos todos de ese pueblo, se recae en mediocre usurpación.
Tienen lugar hoy en la historia hechos radicales que tienden precisamente a la defensa y exaltación de esos valores supremos que el comunismo aparta de su ruta. Nosotros andamos en la tarea de resucitar en España un tipo así de actuación pública.
Porque los momentos españoles de ahora son tremendos y decisivos. Se quiere conmocionar al país para una Revolución de juguete, y se dejan a un lado los motivos revolucionarios de carácter social e histórico que son la médula de las revoluciones. ¿Qué se pretende con eso? España debe ir, sí, a una Revolución. Pero auténtica y de una pieza, a realizar cosas de alto porte y a expresar su voz en el hacer universal.
Para ello hay que abordar, no eludir, las cuestiones de tipo social. Entregarse a ellas. Acabar con las crisis agrarias. Reglamentar y articular la producción industrial. Pero de cara. A la vista de los intereses supremos del Estado.
Hay que hacer una revolución en España para estimular al pueblo a que de una vez se ponga en marcha. Al servicio, como hemos repetido y repetiremos, de una ambición nacional. Todo lo demás, las algaradas y los conatos revolucionarios para copiar las gestas viejas de nuestros abuelos, son despreciables e inmorales entretenimientos de un sector de burgueses, despreciables e inmorales.
Todos esos caprichos de los burócratas de espíritu corto no nos importarían nada si no significasen el abrir y cerrar de ojos de la fiera comunista. Que está ahí, contra lo que creen los miopes.
Y podemos decirlo con valentía. Preferimos, desde luego, un régimen soviético al predominio imbécil de la patrulla del morrión. Si no creyéramos con firmeza que triunfará hoy en Occidente -y particularmente en España- el espíritu nacional y social que propugnamos, nosotros desertaríamos. A los gritos huecos y a las majaderías solapadas de la mediocridad liberaloide preferimos el sacrificio heroico del comunista, que por lo menos se encara con el presente y trata de realizar su vida del mejor modo que puede.
Frente al comunismo no hay sino una fidelidad de cada gran pueblo a sus destinos. Entregarse a la época sin temores, aceptando lo que exige de heroísmo, de lucha y de lealtad.
Frente a la empresa comunista cabe la empresa nacional. El hundir las uñas en el palpitar más hondo. El sentirse llamado a la genial elaboración de elaborar humanidad plena.
(«La Conquista del Estado»), n. 3, 28 - Marzo - 1931)