El viaje del señor Alba
Ha llegado el señor Alba de París. Como vivimos aún en las atmósferas de la vieja política, nada sabemos de modo oficial y firme acerca de la finalidad de su viaje. La acción política de nuestros viejos hombres públicos se desenvuelve todavía entre los cuatro muros de una entrevista particular o de un almuerzo. Debe anotarse como un síntoma.
Si algo hay que vigilar de modo extraordinario en estos momentos, son los pasos políticos del señor Alba. Hombre que viene de París, enamorado sin duda de unos procedimientos de gobierno y de unos dogmas que allí rigen. Representa el espíritu apagado de un Briand, y se enlaza con todo ese grupo de viejos europeos que cifran y limitan sus entusiasmos en la paz perpetua y mediocre. En que nadie se dedique a la morbosa tarea de descubrir nuevas estructuras políticas. En que no se pongan en circulación ideales nacionales fecundos.
Por tanto, nada nos interesa el señor Alba. Influido por las corrientes europeas más viejas. Esclavo del Extranjero, con sus prejuicios y sus normas. ¿Qué representa hoy para nuestro posible resurgimiento? Este hombre no comprende el sentido del mundo actual sino a través de Francia, país en declive que baila su decadencia en todos los tonos.
Pero el señor Alba gobernará de un día a otro. Nada puede impedirlo sino el triunfo definitivo de un afán hispánico, al que la pugna inútil que se mantiene en torno a la cuestión del régimen deja hoy en segundo término. Ese afán hispánico lo exaltan voces jóvenes como las nuestras, y se funda en la máxima fidelidad a los destinos históricos de España y en el deseo robusto de que hoy mismo el pueblo español entre en tensión creadora. Nacional y social.
Esos afanes no puede servirlos el señor Alba, ni, claro es, ningún otro superviviente de la política vieja. Por muy republicano que sea.
Mientras llega el momento de una intervención eficaz en ese sentido, nosotros permaneceremos expectantes. Provistos y alerta. Con semblante ceñudo y rigoroso.
Como el señor Alba es, desde luego, más inteligente que sus compañeros de corro político, es muy posible que les gane la batalla y sea gobierno. Ya lo tenéis ahí, constitucionalista y todo, dispuesto a la magnífica jugada. Por lo pronto, los jefes de las fuerzas que se llaman de izquierda, no ordenan, como ordenaron a comienzos del verano último, que se bata al señor Alba con los cañones más gruesos. Esa es la virtud del constitucionalismo, de eficacia ya probada en los vejestorios que forman el bloque. Aplaudidos por el pobre pueblo. Ese pueblo ingenuo a quien se le van los ojos tras de las frases cucas. Bien sabía el señor Alba desde París todas estas cosas. Ahí está, aprovechándose de ellas y dispuesto a la máxima caza.
Dejémoslo ir. A ver a dónde llega. Pero sépanos corajudos y alerta. Con la clave valiosa de las gentes recién llegadas. Frente a frente.
Mucho nos tememos de que es con el Gobierno Alba con el que las falanges de LA CONQUISTA DEL ESTADO tendrán que batirse. Sea monárquico o republicano. Esté donde esté.
La sentencia del Consejo supremo
La sentencia dictada equivale a la absolución. Los seis meses y un día tienden a evitar el «Ustedes perdonen las molestias sufridas», que se le dice a los procesados que no debieron serlo. El régimen, pues, opta por no condenar a los jefes del movimiento republicano. Allá el régimen con su política. No contra España, sino contra el régimen, conspiraron estos hombres, y nada tenemos que decir en las mutuas concesiones que se hagan. Todos los republicanos, y los representantes socialistas más que ninguno, han acentuado el carácter conservador y burgués que se imprimiría a la posible República. Antes de aprobar un plan de ataque a cualquier organismo, se tenía en cuenta el margen de peligro para las autoridades constituidas. Si se advertía el más leve peligro, el plan era inmediatamente desechado.
Se preparaba, pues, una Revolución peregrina. Con algodón en rama y puentes de plata para el enemigo. Una vez más el pueblo español sufriría el gran fraude. A las estructuras sociales, ni tocarle. En edificar un Estado eficaz que respondiese a las exigencias de hoy, aun volviendo la espalda a los gritos fáciles del siglo viejo, ni pensar siquiera. Nadie sabía nada acerca de qué clase de Estado sobrevendría. Algunos sí lo sabíamos. Sería el actual Estado, liberal y mediocre, con la sola diferencia de la cima.
El fraude fracasó, por fortuna. El pueblo hispano debe hacer, y hará sin tardanza, su Revolución. Pero revolución auténtica, sin miedo a la sangre ni al rigor. España necesita atravesar esos minutos tremendos en que se decide el fracaso o la victoria de una subversión profundísima. Al grito de resurgimiento, de eficacia social y de grandeza histórica. Eso iban a impedir los jefes del conato revolucionario de Diciembre. Entre los que se contaban los socialistas burgueses, traidores a la ruta marxista que sigue el proletariado.
Tan sólo un hombre entre los del Comité famoso, Indalecio Prieto, nos garantizaba con su talento y firmeza un viraje radical. Este hombre, si lograba desasirse del ambiente y disponía de una intuición genial, es posible que diese auténtico sentido revolucionario a la cosa. Y edificase grandezas. Aún no es tarde.
Por lo demás, la sentencia es innocua, como lo era a su vez el Comité. Esperemos cosas en torno a este pequeño pleito.
(«La Conquista del Estado», n. 3, 28 - Marzo - 1931)