El ciclo que comenzó en 1898 y ha devorado estérilmente dos generaciones, llega hoy a su culminación con esos quince mil intelectuales que el Sr. Ortega y Gasset enarbola. Las circunstancias por que atraviesa la España actual hacen posibles las subversiones más cómicas, y tendría verdaderamente poca gracia que esas falanges meditadoras se hiciesen dueñas de los mandos.
La política no es actividad propia de intelectuales, sino de hombres de acción. Entiendo por intelectual el hombre que intercepta entre su acción y el mundo una constante elaboración ideal, a la que, al fin y al cabo, supedita siempre sus decisiones. Tal linaje de hombre va adscrito a actividades muy específicas, que no es difícil advertir y localizar. Así, el profesor, el hombre de ciencia, de letras o de pensamiento. Y esas otras zonas adyacentes, que corresponden a los profesionales facultativos. Entiendo por hombre de acción, en contraposición al intelectual, aquel que se sumerge en las realidades del mundo, en ellas mismas, y opera con el material humano tal y como éste es.
Política, en su mejor acepción, es el haz de hechos que unos hombres eminentes proyectan sobre un pueblo.
Pero las propagandas políticas son propagandas de ideas, se me dirá. Un siglo de palabrería hueca abona una afirmación así. Es lo cierto, sin embargo, que no hay ideas objetivas en política, única cosa que podría justificar la tarea interventora del intelectual.
No de ideas objetivas, esto es, no de pequeños orbes divinos, sino de hechos y de hombres, es de lo que se nutren las realidades políticas. Primero es la acción, el hecho. Después, su justificación teórica, su ropaje ideológico. Insistiré mucho en que nadie confunda esto que digo con el materialismo marxista, que es muy otra cosa. Pues aparte de que a nadie se le ocurrirá desnudar de espíritu la acción política, existe la radical diferencia de que aquí no establecemos causalidad alguna entre acción e idea.
Las cosas reales que dificultan y moldean la marcha y la vida de los pueblos se rinden tan sólo al esfuerzo y a la intrepidez del hombre de acción. En la medida en que un pueblo dispone de hombres activos eminentes y les entrega las funciones directoras, ese pueblo realiza y cumple con más o menos perfección su destino histórico. En cuanto se intercepta el intelectual y le suplanta, el pueblo se desliza a la deriva, tras de horizontes quiméricos y falsos.
El intelectual prefiere a la realidad una sombra de ella. Le da miedo el acontecer humano, y por eso teje y desteje futuros ideales. De ahí su disconformidad perenne, su afán crítico, que le conduce fatalmente a hazañas infecundas. El material humano le aparece imperfecto y bruto. Hurta de él esas imperfecciones posibles, que son la vida misma del pueblo, y se queda con lo que sea de fácil sumisión al pensamiento, a su pensamiento.
El hombre de acción, el político, se identifica con el pueblo. Nada le separa de él. No aporta orbes artificiosos ni se retira a meditar antes de hacer. Eso es propio del intelectual, del mal político. Precisamente el tremendo defecto de que adolece el sistema demoliberal de elección es que el auténtico político, el hombre de acción, queda eliminado de los éxitos. En su lugar, los intelectuales -y de ellos los más ramplones y mediocres, como son los abogados- se encaraman en los puestos directivos. El sistema político demoliberal ha creado eso de los programas, falaz instrumento de la más pura cepa abogadesca.
El hombre de acción no puede ser hombre de programas. Es hombre de hoy, actual, porque la vida del pueblo palpita todos los minutos y exige en todos los momentos la atención del político.
Al intelectual se le escapa la actualidad y vive en perpetuo vaivén de futuro. De ahí eso de los programas, elegante medio de bordear los precipicios inmediatos. El intelectual es cobarde y elude con retórica la necesidad de conceder audiencia diaria al material humano auténtico, el hombre que sufre, el soldado que triunfa, el acaparador, el rebelde, el pusilánime, el enfermo, o bien la fábrica, las quiebras, el campo, la guerra, etc., etc.
Ahora bien, en un punto los intelectuales hacen alto honor a la política y sirven y completan su eficacia. En tanto en cuanto se atienen a su destino y dan sentido histórico, legalidad pudiéramos decir, a las acciones -victorias o fracasos- a que el político conduce al pueblo. Otra intervención distinta es inmoral y debe reprimirse.
Si el intelectual subvierte su función valiosa y pretende hacerse dueño de los mandos, influir en el ánimo del político para una decisión cualquiera, su crimen es de alta traición para con el Estado y para con el pueblo. En la política, el papel del intelectual es papel de servidumbre, no a un señor ni a un jefe, sino al derecho sagrado del pueblo a forjarse una grandeza. Afán que el intelectual, la mayor parte de las veces, no comprende.
La cuestión que abordamos en estas líneas es de gravedad suma aplicada a este país nuestro, que atraviesa hoy las mayores confusiones. Aquí, el intelectual sirve al pueblo platos morbosos, y busca el necio aplauso de los necios. Sabe muy bien que otra cosa no le es aceptada ni comprendida, y es sólo en el terreno de las negaciones infecundas donde halla identidad con la calle.
Ahora bien, el intelectual constituye un tipo magnífico de hombre, y es de todas las castas sociales la más imprescindible y valiosa. Su concurso no puede ser suplantado por nada y le corresponden en la vida social las elaboraciones más finas. El intelectual mantiene un nivel superior, de alientos ideales, sin el que un pueblo cae de modo inevitable en extravíos mediocres y sencillos. En España no hemos podido conocer todavía una colaboración franca de la Inteligencia con las rutas triunfales de nuestro pueblo. El intelectual se ha desentendido de ellas, ajeno a la acción, persiguiendo tan sólo afanes destructores. Puede ocurrir que ello se deba a que no ha gravitado sobre el pueblo español el imperio de una gran política. Y a que se requería al intelectual para contubernios viles. Sea lo que quiera, el hecho innegable es que el intelectual no ha contribuido positivamente, como en otros pueblos, a la edificación de la problemática política de España.
Además de esto, los intelectuales españoles ofrecen hoy el ejemplo curioso de que no se han destacado de ellos ni media docena de teóricos de una idea nacional, hispánica, figurando en tropel al servicio de los aires extranjeros. Ello es bien raro, y explica a la vez que los sectores de cultura media de España tarden en percibir las corrientes políticas que hace ya un lustro circulan por Europa. Se sigue rindiendo culto exclusivo a las ideas vigentes hace cincuenta años, y estos retrasos de información y de sensibilidad se traducen luego en dificultades para conseguir y atrapar las victorias que nuestro tiempo hace posibles.
Hay tan sólo una política, aquella que exalta y se origina en el respeto profundo al latir nacional de un pueblo, que pueda y merezca arrastrar en pos de sí la atención decidida de los intelectuales. Un intelectual, si lo es de verdad, vive identificado con las aspiraciones supremas de su pueblo. La acción política que esté vigorizada por la sangre entusiasta del pueblo encuentra fácilmente enlaces especulativos con los intelectuales. Es lo que acontece hoy en Italia, país donde reside un anhelo único entre intelectuales, políticos y pueblo. Es lo que acontece casi en Rusia, a pesar de que su política nacional es de tendencia exclusivamente económica y marxista, esto es, extranjera. Es lo que acontece en grandes sectores de Alemania, y en este país tenía ese mismo sentido la adhesión tan comentada de los sabios universitarios al Káiser, supuesto supremo representante del alma germana.
Y la colaboración nacional, positiva, de los intelectuales a la política hispana, ¿dónde aparece?
(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)