La Conquista del Estado (Número 7)

La instauración de la República ha subvertido todas las circunstancias que imperaban en el ambiente político español. Subversión feliz. Pues es ahora, a la vista de las rutas blanquísimas que se abren ante nosotros, cuando se ve claro el número y el calibre de los propósitos que eran imposibles con la Monarquía. Han variado, pues, las circunstancias, el contorno que nos rodeaba. Nosotros seguimos igual que en la hora de nuestra salida. Nacimos para promover en la vida española un linaje de actuaciones de muy diferente sentido a las que simboliza y representa un mero cambio de forma de gobierno. Nos satisface, sí, la llegada de la República, e incluso la defenderemos contra los enemigos que surjan. Pero no podemos vincular nuestro programa al de los grupos republicanos triunfadores.

Defendemos un ideal hispanista, de sentido imperial, que choca con la podrida pacifistería burguesa que hoy se encarama.

Sabemos, y así lo decimos al pueblo, que la República, como finalidad exclusiva, es un concepto infecundo. Tuvo hace un siglo carácter de lucha de clases, pues su triunfo equivalía al desahucio de los privilegios feudales, pero hoy es sólo cauce hacia victorias de tipo nacional y social. Por eso nosotros no nos identificamos ni conformamos con la primera victoria que supone la República y queremos un Estado republicano de exaltación hispánica y de estructura económica sindicalizada.

Somos postliberales. Sabemos también, e igualmente lo decimos al pueblo, que el liberalismo burgués ha caducado en la Historia. Nadie cree ya en sus eficacias y sólo los gobernantes hipócritas lo esgrimen como arma captadora del pueblo. El individuo no tiene derechos frente a la colectividad política, que posee sus fines propios, los fines supremos del Estado. El problema, hoy, es descubrir los fines del Estado hispánico.

La etapa republicana que comienza enarbola sus propósitos de instaurar en España un franco régimen liberal. Bien sabemos que esto son sólo palabras. La realidad política se nutre de los hechos y las energías de los hombres que gobiernan. No de sus discursos. Si los Gobiernos de la República van a dedicarse a proporcionar libertad política a los españoles, y no, en cambio, a ponerlos en marcha, a disciplinarlos en obligaciones y tareas colectivas, propias de la grandeza de nuestro pueblo, entonces nada ha pasado aquí.

Pero hay en esto que decimos un poco de aquella fatalidad triunfadora que tanto éxito y confianza prestó al socialismo en sus primeros años. Su triunfo, su vigencia, es históricamente fatal e ineludible. Quiérase o no, protesten o no los gobernantes de una imputación así, el hecho verdadero es que todos los Estados adoptan los medios coactivos y violentos. Esto es, guillotinan las disidencias.

Nuestras ideas, esas que pueblan nuestra dogmática y nutren «Queremos y pedimos», triunfan y aparecen en las batallas políticas que hoy se realizan en todo el frente universal. Y ello de un modo inexorable. Sólo hay dos verdades en la política de este siglo:

No hay fines de individuo, sino fines de Estado. Todo el mundo está obligado a dar su vida por la grandeza nacional.

No hay economías privadas, sino economías colectivas. Las Corporaciones, los Sindicatos, son las entidades inferiores y más simples que pueden intentar influir en la economía del Estado.

Contra esas dos verdades está el liberalismo burgués, nuestro enemigo.

Grandeza nacional y economía de Estado. He ahí el signo y la clave de los tiempos.

La República hispánica necesita crecer del brazo de las impulsiones más altas. Tiene ante sí todas las magnas posibilidades que le confieren la confianza del pueblo y el entusiasmo de las multitudes.

Si se la sujeta a empresas y parodias de fácil alcance, con el solo auxilio de la palabra y el gesto, la República será una desilusión nacional, sin reciedumbre ni futuro.

Con más firmeza que nunca, nosotros reafirmamos hoy nuestra disposición para luchar por los ideales de eficacia, de hispanidad y de imperio.

Los burgueses desvirtuaron las glorias del pueblo, limitándolo a sus apetencias mediocres. Cuando se hacen precisas de nuevo las dotes guerreras y las decisiones heroicas, el burgués se repliega y entontece, empequeñeciendo los destinos del pueblo. Confiamos en que la República abra paso en España a un tipo de política que destruya esas limitaciones y destaque en la altura de los mandos las energías hispanas más fieles.

(«La Conquista del Estado», n. 7, 25 - Abril - 1931)

Repetimos nuestra pregunta, que ya hicimos en el número anterior, porque en la última semana la velocidad de la preocupación española ha sido más grande que la de las noticias que se recibían. El pueblo español requiere de un modo unánime que se diga en clarísimo lenguaje qué acontece y qué amenaza acontecer en Cataluña. Han ido allí tres ministros del Gobierno provisional. A su regreso han hecho declaraciones muy vagas, auténticos balbuceos que nadie ha entendido. Hace tres días hemos viajado muchos kilómetros por España. Eran emocionantes los grupos hispánicos que se advertían anhelosos de noticias, rodeando el aparato de radio transmisor que comunicaba la situación del problema catalán.

España entera mira hoy a Cataluña y la ve entregada a esa minoría de hombres absurdos que es inevitable surjan y resurjan en todas partes. Por dos motivos debe intervenir el resto de España de un modo inmediato y heroico en la cuestión catalana. Uno, el de salvar la unidad nacional, que peligra de una manera mediocre. Otro, el de salvar la misma Cataluña, parte de España, que peligra también en manos de la minoría traidora. Nosotros no ponemos en duda la plena autoridad revolucionaria del Gobierno provisional. Ya lo dijimos también hace ocho días. España entera tampoco, y por eso le pide hoy que inicie con rapidez la política interventora cerca del seno rebelde y minoritario de Cataluña.

Bien está que se lleve a las Cortes constituyentes todo cuanto se quiera. Ya se encargarán de aprobar y votar lo que deba votarse y aprobarse. El supremo interés nacional -incluso el revolucionario- no puede admitir que se consoliden situaciones de hecho, tan anómalas y perturbadoras como esta que brota en Cataluña.

Estamos en posesión de un gran número de recortes periodísticos que prueban el desmandado avance catalanista. Si esos recortes se popularizaran por toda España, hoy mismo iban a sentir los rebeldes de Cataluña la enérgica presión hispánica.

Ya se sabe que los separatistas introducen sus ideas en Valencia y Baleares, y pregonan que son las tres regiones las futuras integrantes de la nacionalidad catalana. ¿Se dejará arrebatar España la idea imperial, integradora, que constituye su savia misma como pueblo?

No es hora de meridianos locales, sino de fidelidad a las grandes nacionalidades históricas. España debe ser indiscutible a ese respecto, y el Gobierno provisional de la República no puede retrasar ni un minuto su palabra decisiva. ¡Fuera ese espectáculo de la Universidad española de Barcelona! ¡Fuera ese Gobierno de Maciá!

Y pedimos con energía: ¡Disciplina y patriotismo revolucionario en todos los frentes!

(«La Conquista del Estado», n. 7, 25 - Abril - 1931)

 

Hemos leído en este periódico un suelto en que se comenta una posible actitud de LA CONQUISTA DEL ESTADO. Suelto injusto en lo que se refiere a nosotros, hombres jóvenes -la mayoría de veinticinco años- que conocen la dictadura de Primo Rivera, puede decirse que de oídas. Ahora bien, La Libertad endereza los disparos hacia el señor Giménez Caballero, y esto ya no nos interesa. Lo acusa de antiguo contemporizador del Directorio y de actualísimo republicano. Giménez Caballero se ha defendido, al parecer, de esas imputaciones. A su cargo exclusivo corre, claro, su defensa.

Nosotros no tenemos que hacer ni eso siquiera. Nacimos a la vida política hace dos meses, con unas ideas y unos propósitos que esgrimimos todavía íntegros con las dos manos. Pensábamos al nacer, y pensamos ahora, que el vincular una revolución a los objetivos de una forma de gobierno equivale a convertir la revolución en ineficacia pura. Ya tenemos República, y, por nosotros, bien está. Pero pronto ha de verse cómo eso es bien poco, y que lo fundamental y provisto de futuro es el fondo o contenido que se dé al Estado republicano.

Es, pues, malévola y poco noble la insinuación de La Libertad creyéndonos republicanos recientitos, que quieren aprovecharse. Seguimos como el primer día, impasibles ante los repartos de victorias ajenas.

Si el señor Giménez Caballero hace películas de los actuales ministros y le interesa poner ante ellos buena cara satisfecha, es cosa en la que no nos cabe intervención ni responsabilidad alguna. LA CONQUISTA DEL ESTADO no es ninguna Empresa de películas, no espera nada de los señores que hoy gobiernan, no quiere nada ni desea nada que se obtenga sin lucha ni combate. Que conste.

Somos un grupo político joven, que va forjando su destino minuto a minuto, con la garantía, la firmeza y la tenacidad que distingue a los que tienen en sus manos la clave de los éxitos verdaderos.

Esto decimos a nuestro colega La Libertad, y esto esperamos que acepte como contestación a su sospecha acusadora.

(«La Conquista del Estado», n. 7, 25 - Abril - 1931)

Con gran frecuencia se enlaza por ahí el nombre de Giménez Caballero a nuestro periódico, presentándolo como el impulsor en la sombra. Hoy comunicamos a los lectores que Giménez Caballero no pertenece ya a la organización de LA CONQUISTA DEL ESTADO. Ha sido, sí, un amigo nuestro, cuya colaboración hemos estimado mucho. Sin que aceptemos sus particularísimos puntos de vista, fluctuantes en presencia de los hechos, nos interesa decir que son un poco injustos los ataques que se le dirigen.

Giménez Caballero, en nuestra opinión, tiene sólo el defecto de lanzarse a los escarceos políticos con un exclusivo sentido literario, sin capacidad para enfrentarse con las durezas de la realidad. Pero es un hombre, sin duda, de emoción impoluta, que juega limpio en los escollos con que, sin quererlo ni saberlo, se tropieza.

Ha reconocido -y le hemos ayudado a reconocer noblemente- que no está hecho para las bregas políticas, y así, a completa satisfacción nuestra, abandona en estos momentos LA CONQUISTA DEL ESTADO.

Desde el primer día se nos tachó infundadamente de fascistas. Es verdad que este apellido sigue a Giménez Caballero como la sombra al cuerpo. Contra su voluntad, claro. No sabemos ni comprendemos qué es eso de ser fascista en España. También quisiéramos que desapareciese esa leyenda contra Giménez Caballero, y si se nos adscribió a nosotros por estar él aquí, parece lógico que nadie siga esgrimiendo la falsedad. Pero esto nos importa poco. Lo que somos está bien claro en los números de nuestro periódico. Léase con los ojos abiertos y la mente abierta. El que sea capaz de abrir ambas cosas.

(«La Conquista del Estado», n. 7, 25 - Abril - 1931)

El nuevo régimen ha puesto un gran número de altos cargos en manos de españoles jóvenes. Bastaría ese detalle para advertir en el pulso republicano capacidad de porvenir. Los hechos revolucionarios de esta época se caracterizan, tanto por la suplantación de las edades, como por las pugnas de sentido económico y de clase.

En primer lugar, hombres jóvenes. He aquí el remedio. Piensen como quieran y hagan lo que quieran. Aun en el peor caso, aquel en que los jóvenes utilicen el lenguaje mismo de las generaciones fracasadas, su presencia en los mandos directivos es garantía de fidelidad y de eficacia.

Entre los treinta y los cuarenta años reside el punto sensible de la eficacia política. Es la hora dinámica de las conquistas, en que los hombres recién llegados forjan el destino de su pueblo. Traen el secreto y la intuición certera de los objetivos de que es preciso apoderarse. Nadie como ellos calculará con mejor exactitud el alcance de las victorias obtenidas y el grado de empuje que requieren los escuadrones que pelean.

No sabemos bien aún la significación que cabe adscribir a esta movilización joven que la República termina de hacer. Desde luego, las ilusiones no han de ser exageradas. Muchos de esos jóvenes siguen la vieja ruta, sin plantear la disidencia de la generación. Otros, aun con el mejor deseo, verán imposibilitadas sus iniciativas.

Nada de esto importa, sin embargo. En España ha comenzado tan sólo el forcejeo revolucionario auténtico. Para las jornadas que sobrevengan es para las que debemos prepararnos. Y citar y requerir a los jóvenes que vibren ante el fulgor de las ansias hispanas.

LA CONQUISTA DEL ESTADO se dispone a ese linaje de luchas postinstauradoras. Quien desvirtúe nuestros propósitos, adscribiéndonos a una vulgar exaltación de victorias extranjeras, comete la máxima vileza y falta a la verdad a sabiendas. Nada de eso somos nosotros. Sí, en cambio, los intérpretes de una eficacia y de una política que se enlaza de modo exacto con los imperativos sociales, económicos y políticos del mundo actual.

Celebramos sinceramente el triunfo de algún sector joven, aun destacando su opuesta significación a lo que nosotros somos y representamos. Ya nos hemos de encontrar en alguna parte, e irán preparando el advenimiento inexorable de nuestro triunfo.

En estos primeros y próximos meses las diferencias serán, quizá, leves. Bien está ese primordial deseo de consolidar el régimen republicano. A ese concretísimo anhelo otorgaremos nuestro concurso. Pero nosotros somos nosotros, esgrimidores del nuevo afán hispánico, sin posibilidad de confusión ni de pactos, forjadores del grandioso porvenir de España. Con sacrificio, con abnegación. Sabiendo esperar.

(«La Conquista del Estado», n. 7, 25 - Abril - 1931)