La Conquista del Estado (Número 9)

La revolución que haremos

La revolución no está hecha», ha dicho usted, intrépido y magnífico comandante Franco, y luego lo ha repetido su superior, el ministro de la Guerra, señor Azaña. En efecto, señores, y ésta es nuestra única esperanza. Pues esa revolución no hecha la haremos nosotros, los jóvenes, los nuevos revolucionarios, sin retroceder ante los fusiles burgueses del Gobierno liberal de la República. Por fortuna, decimos otra vez, la revolución está sin hacer. Hubiera sido cosa tristísima entregar a la vieja generación reaccionaria, hoy triunfadora, el coraje revolucionario de nuestro pueblo. Son caudillos viejos, de poltrona y de café, que desconocen los resortes de la gallardía española que hoy resurge. Hombres enfermizos, temblorosos, sin pulso ni sangre de disciplina guerrera. ¡Que no hagan ellos la Revolución! ¡No comprenden la hora joven, vinculados a la putrefacción demoliberal, sin estusiasmos para nada!

¿No cree usted esto mismo, comandante Franco?

¡Queremos que se nos utilice en una grande y genial tarea! Este es nuestro grito de jóvenes. El entusiasmo burgués y bobalicón por la libertad queda para los ateneístas bobos. No libertad frente a España, sino entrar gigantescamente al servicio de España. Por eso en España es preciso y urgentísimo hacer una gran Revolución. Para dar salida y hallazgo a la genial tarea hispánica. Para encontrar nuestra voz universal. Para desalojar a esas mediocridades que hoy, como ayer, son dueñas de los mandos. Para disciplinar nuestra economía y evitar el hambre del pueblo.

¿Qué juventudes pueden formar en las filas de un movimiento revolucionario así? Todas aquellas que sepan despreciar los merengues republicanos y monárquicos y vibren tan sólo a impulsos de la grandeza nacional y de la justicia económica. Todos los que no cierren los ojos al disparar una pistola y estén dispuestos a dar su vida por la vida genial de España. Todos aquellos que no quieran abandonar los destinos hispanos a la repugnante y decisiva intervención del liberalismo burgués que hoy triunfa.

¡Pero sea inminente la Revolución! El movimiento republicano último ha destacado valores revolucionarios a quienes no debe conformar su estancia en las covachuelas. Hay que ir adelante, camaradas, e impedir que se desmoralicen los corajes.

Nuestras frases son claras y limpias, de rotunda expresión joven. Por eso esperamos y queremos que aparezcan ante los rostros como látigos. Entendemos el imperativo revolucionario como una suplantación de generaciones. Han fracasado los viejos y deben arrebatárseles los puestos directores.

No basta, no basta, viejos cucos, con la caída del Capeto. Pronto se verá cómo ése ha de ser, en todo caso, el episodio mínimo. No toleraremos el fraude ni dejaremos la trinchera hasta que España no entre en la vía revolucionaria que le pertenece. Los cobardes y medrosos, que se queden ahí, llamando a rebato a la Guardia Civil contra las balas comunistas. No hay comunismo, señores. Nosotros, y ésta es nuestra máxima y formal promesa, combatiremos al comunismo cuando éste sea aquí realmente un peligro. Pero los combatiremos nosotros, no llamando a la Guardia Civil, sino haciéndoles frente, como a traidores que son contra el espíritu sublime de la Patria. Pero hoy no hay peligro comunista, repetimos, y será inútil que los burgueses y los socialdemócratas de la Casa del Pueblo intenten ahorcar el ímpetu revolucionario esgrimiendo la falsedad comunista.

¡Fidelidad a la juventud!

Hagan lo que hagan y quieran lo que quieran, hay que dejar paso a las juventudes. En sus artículos sobre España, insinúa Marx que las convulsiones revolucionarias del siglo XIX fracasaron y se desvirtuaron porque los viejos interceptaron las iniciativas de los jóvenes. Algo análogo se pretende que acontezca ahora, aun destacando de modo aparente los valores nuevos en media docena de altos cargos. ¡Pero qué jóvenes! (Porque fuera de Rodolfo Llopis, de Galarza y de algún otro de probadísima lealtad a los años mozos, invitamos a que se contemplen las figuras y los apellidos de los destacados: Ahí están el tontín Recasens Siches y los hijos de los papás, señores Sánchez Guerra y Ossorio.

Bien está la República, y a nadie se le ocurrirá, suponemos, intentar que encalle y que peligre. Pero urge convertirla en lo que en realidad debe ser: cauce por donde derive, de modo eficaz, la energía revolucionaria y asegure o favorezca el cambio radicalísimo que debe efectuarse. La República, en sí y por sí, es pura ineficacia. Hemos dicho repetidas veces en este periódico que hace un siglo el concepto de República lo era todo. Su enunciación sola aludía a las palpitaciones más vivas del pueblo. Hoy no significa nada, y no pasarán muchos meses sin que se den cuenta de ello las gentes.

Por eso sería fatal que nuestro pueblo, cuando apuntan por el horizonte los clarinazos que enuncian sus deberes para con el mundo en este siglo, se entregase definitivamente a festejar el triunfo bobo de los viejos santones republicanos. No. Con el mismo coraje que lanzó por la borda a la Monarquía debe hoy vigilar su propio destino, oponiéndose a que se lo esquilmen y falseen.

Ahora veremos la autenticidad revolucionaria de las juventudes. Nosotros no tenemos fe sino en núcleos pequeños y audaces, que, eso sí, prestarán todo su empuje al movimiento. Y nuestras falanges de combate, creadas con dificultad en dos meses debatiéndonos contra las calumnias del vil señoritismo de izquierdas, están ahí dispuestas a entrar en fuego para defender el hervor revolucionario.

La República llegó sin lucha. Eso, que se proclama por ahí como la máxima virtud de la ciudadanía, ha dejado inéditos, por fortuna, los episodios revolucionarios que ahora deben iniciarse.

No hay que desaprovechar la gran suerte de que coincidan nuestros años jóvenes con la necesidad revolucionaria de la Patria. Las juventudes fieles al movimiento tienen que reconocer los supremos imperativos de nuestro pueblo. Otra cosa supondría una deserción cobarde. ¡Paso a los jóvenes quiere decir paso al combate, al heroísmo y al sacrifico de guerra!

 

¿No es así, comandante Franco?

La ruta imperial

Nuestro resurgimiento consistirá en saber descubrir nuevas ambiciones. Ya se inicia en España unas poderosísima apetencia de imperio, representada por el afán de equiparse en un orden hispánico que seccione y supere la leve mirada regional. De ahí que cuanto acontezca en relación a Cataluña signifique para nosotros una especie de prueba de nuestra capacidad de imperio. Ni la más mínima concesión puede hoy ser tolerada. Compromete la grandeza de nuestro futuro y nublaría las magníficas posibilidades históricas que hoy existen.

España ha de acostumbrarse desde hoy a ambiciones gigantes. Cuando un gran pueblo se pone en pie es inicuo conformar su mirada a los muebles caseros que le rodean. Nos cabe a nosotros el honor -y no tenemos por qué ocultarlo- de ser los primeros que de un modo sistemático situamos ante España la ruta del imperio. Todo esta ahí, a disposición nuestra. Los pueblos hispánicos de aquí y de allí se debaten entre dificultades de tipo mediocre, y es deber nuestro facilitar e incrementar su desarrollo.

Para ello hay que cultivar con amorosa complacencia la táctica imperial que nos convierta en el pueblo más poderoso de Occidente. Si España es hoy infiel a este imperativo de grandeza, merece el desprecio del mundo. Los enemigos no son tanto los extranjeros como la comparsería traidora del interior. Las batallas primeras hay que librarlas, pues, dentro de casa, contra la impedimenta cobarde, liberal y socialdemócrata que trate de detener el vigor hispánico.

Nadie mejor que las juventudes, incontaminadas y valientes, pueden recoger hoy la coyuntura imperial que se nos ofrece. Atropellando a los timoratos, a los liberales burgueses, que son la reacción y el deshonor.

Hay, pues, que someter a un orden la Península toda sin la excepción de un solo centímetro cuadrado de terreno. Hay que dialogar para ello con los camaradas portugueses, ayudándoles a desasirse de sus compromisos extraibéricos, e instaurar la eficacia de la nueva voz. Portugal y España, España y Portugal, son un único y mismo pueblo, que pasado el período romántico de las independencias nacionales, pueden y deben fundirse en el imperio.

Frente a esa Europa degradada, mustia y vieja, el imperio hispánico ha de significar la gran ofensiva: nueva cultura, nuevo orden económico, nueva jerarquía vital.

Solo así, en pleno y triunfal optimismo, puede tener lugar la creación de nuevos valores sobre que apoyar el imperio. Están aún sin adecuada respuesta los mitos europeos fracasados, y corresponde a España derrocarlos de modo definitivo. Hay que poner al desnudo el grado de mentecatez que supone una democracia parlamentaria. Hay que enseñar a Europa que vive en absoluta ceguera política, con sus artilugios desvencijados por los suelos, mereciendo de nosotros el desdén supremo. Italia, Rusia y la nueva Alemania nos ayudarán a desarticular los reductos viejos de Europa, arrebatándoles los atributos de poderío que conserven.

¡Mucho tenemos, pues, que hacer, jóvenes revolucionarios de España! ¡Nada de entregarse a los triunfadores de hoy, gentes enamoradas de Europa que siguen sus mismos pasos y nos condenarían a perpetua ineficacia! La ruta a seguir es clara y limpia: ¡Adelante la Revolución! Eligiendo como veredas las crestas más altas. Sin detenerse. Camino del triunfo. Cuando el lobezno comunista aparezca se afina la puntería y... adelante. Hasta el fin.

Ni derechas ni izquierdas

Antes que nada es preciso invalidar estas denominaciones. Los que se empeñan en permanecer anclados en estas viejas filas es que desertan del vitalísimo orden del día. Hay que aislarse de ellos por corruptores, por reaccionarios y enemigos de la Patria. No tienen ya vigencia esas palabras, habiendo dado el mundo un viraje pleno, y hoy sólo debe interesarnos la articulación eficaz de nuestro pueblo, obligándole a hacer en dos meses cincuenta años de historia. Esos que creen que un pueblo hace una Revolución cuando clama y proclama por lo que en otros pueblos hay, carecen de impulso creador, son incapaces y hay que apartarlos de los mandos. Si nuestra ruta revolucionaria va a consistir en copiar los episodios de nuestros vecinos los franceses, no merecería la pena dar un paso.

Nada, pues, de derechas e izquierdas, grupos que responden a las categorías parlamentarias de Europa. Tan sólo debemos admitir entre nosotros tres grupos: 1.° El grupo retrógrado, reaccionario, cuyo programa sea establecer aquí una purísima democracia parlamentaria, mediocre y burguesa. 2.° El grupo marxista, socializante e internacional, pacifista y derrotista, al que hay que vigilar como posible traidor a la Patria. Y 3.°, el grupo joven, corajudo y revolucionario, que entone marchas de guerra y se disponga a sembrar con sus vidas los caminos del imperio; a iniciar la rota de las economías privadas y disciplinar el desenfreno capitalista. No tenemos que decir que nosotros formaremos en este grupo último y que todas nuestras fuerzas de actuación y de pelea estarán a su servicio radical.

¡Salud, comandante Franco!

* Comandante de Aviación don Ramón Franco Bahamonde.

(«La Conquista del Estado», n. 9, 9 - Mayo - 1931)

En España existe un desconocimiento absoluto de la política universal. Las minorías intelectuales viven ancladas en el siglo XIX, y carecen de preparación y de valor para hacer frente a los fenómenos de hoy. Así se les escapa el sentido de esas fuerzas surgidas a la vida europea en los últimos diez años. Una de ellas es el comunismo.

Por muchos caminos se va a Roma. El comunismo, en sus bases teóricas, sólo es asequible al intelectual. Requiere trato filosófico y gimnasia histórica. Pero las masas encuentran un camino mucho más fácil y expedito: la liberación económica, la lucha de clases.

Aquí no hay intelectuales comunistas. Tampoco los hay -fuera de leves excepciones- que levanten con ambas manos el deseo de eficacia histórica para nuestro gran pueblo. Aquí hay tan sólo patulea socialdemócrata e himnos de Riego.

Por ello, el mito con que se quiere envolver a los comunistas y condenar a ineficacia pura sus batallas, es el de presentarlos como una minoría salvaje, verdaderas alimañas sociales, a quienes es preciso destruir.

La cobardía demoliberal se asusta del grave ademan que adopta un comunista defendiendo con la pistola sus ideas. Nosotros somos enemigos de los comunistas, y los combatiremos dondequiera que se hallen; pero jamás hemos de reprochar su apelación viril y heroica a la violencia. Es más, gran número de batallas las libraremos a su lado, junto a ellos, contra el enemigo común, que es la despreciable mediocridad socialdemócrata.

¿Quién niega legitimidad a la violencia? Sólo en una época de vergonzosa negación nacional, de la que pugnamos ahora por salir, en la que se fraguaron todos los complots contra las fidelidades hispánicas, pudo aparecer nuestro pueblo como un pueblo enclenque, asustadizo y pacifista, como una Suiza cualquiera, sin voz ni entusiasmo para nada.

Ahí está una de las consecuencias. Ahora, frente al coraje comunista, la gran España, si hacemos caso de los plañidos demoliberales, sólo enarbola el pacifismo, «las virtudes ciudadanas». Como los comunistas no respetan, naturalmente, esas virtudes, se les califica de alimañas y se dan vivas a la libertad buscando la eficacia embriagadora del grito.

Pero, ¿es que España no dispone de otras armas que enfrentar al comunismo sino la cobardía del susto ante los héroes?

El comunismo no es sólo acción violenta. Le caracterizan otras muchas cosas, enormes, monstruosas, a las que España, mejor que ningún otro pueblo, puede dar la gran respuesta.

Para ello, lo primero es que España se recobre, se afirme a sí misma. Cosa que no se consigue anulando el coraje, exaltando los valores que niegan la hispanidad.

De todo esto hemos de hablar mucho. Es el gran tema español.

(«La Conquista del Estado», n. 9, 9 - Mayo - 1931)

Es legítimo el afán interventor de los obreros en la marcha de las industrias. Ahora bien, el hecho de que asuman una función de esa índole les obliga al reconocimiento de unas finalidades económicas, a cuyo logro cooperan con sus decisiones y estudios. Porque es inútil engañarse: mientras predomine la economía capitalista, cuyo fin último no trasciende de los intereses de un individuo o de un trust, los Consejos obreros carecen de sentido. Comienzan a poseer un vigoroso carácter en cuanto la economía adquiere una modalidad sistemática, de Estado, sujeta a una regulación nacional, a una disciplina. A esto equivale una intervención superior, estatal, en las economías privadas, que al dotar a éstas de una casi absoluta seguridad de funcionamiento, les arrebata a la vez el libre arbitrio en las decisiones industriales.

Los Consejos obreros son entonces colaboradores eficaces de los fines económicos a que están adscritas las correspondientes industrias. Por eso, los únicos países donde actualmente alcanzan eficacia unos organismos así son Italia y Rusia. En Italia, los Sindicatos obreros viven en el orden oficial del Estado fascista, y su misma existencia les vincula a la prosperidad de los fines económicos que el Estado reconozca. En Rusia, esa interdependencia es aún más patente.

Pero el problema en España no es de este género. El régimen político de nuestro país impide, hoy por hoy, que los obreros reconozcan y se identifiquen de un modo total con la articulación económica. Les importa, por el contrario, que se acelere el proceso capitalista y sobrevengan coyunturas favorables. De ahí que los Consejos obreros tuvieran una mera función de avance social, como reivindicaciones de clase, y no aquella otra más fecunda de auxiliar un sistema económico articulado en una disciplina nacional.

De ahí que Solidaridad Obrera, periódico de la gran fuerza sindicalista, adscribiese los Consejos obreros a misiones de orden interior, solución de conflictos, corrección de abusos, etc. En su número de 24 de abril ampliaba, sin embargo, la influencia de estos organismos, señalándoles como campo de acción todas las cuestiones que se relacionen de alguna manera con la producción. Estudio de los mercados, estadísticas de precios, organización del trabajo, etc.

Nos adherimos, desde luego, a la petición de que se establezcan los Consejos obreros. Nosotros propugnamos un cambio social radicalísimo en la estructura del Estado, que lleva consigo, naturalmente, reformas de esta índole. Pero sometidas a un orden de totalidad que les asegure eficacia y grandeza.

(«La Conquista del Estado», n. 9, 9 - Mayo - 1931)