JONS (Número 3)
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El fantástico complot y la conjura socialista
No hay desde luego un español que ignore el carácter policiaco, de represión gubernativa, que tuvo el famoso complot anarco-fascio-jonsista. El Gobierno ensayó la paralización de los dos sectores que le son más eficaz y diestramente adversos: los anarquistas, la Confederación Nacional del Trabajo, de un lado; los grupos nacionales, de tendencia fascista, las JONS, de otro. No se molestó el aparato gubernativo en atrapar para cada sector enemigo una motivación subversiva diferente, sino que los enroló en los mismos propósitos, atribuyéndoles bufa y absurdamente una colaboración estrecha contra el régimen. La cosa abortó, sin embargo; es decir, la incredulidad del país obligó al Gobierno a frenar su afán represivo, cesando las detenciones, reduciendo a setenta el número de los concentrados en el penal de Ocaña, y declarando luego el mismo ministro de la Gobernación que no había complot alguno. Pero se nombraron jueces especiales, que, si no complot, descubrieron una figura de delito novísima: las coaligaciones punibles, y que sirvió para dictar casi un centenar de procesamientos.
He ahí el perfil externo de la cosa: dos mil detenidos, setenta concentrados en el penal de Ocaña y casi cien procesamientos.
Ya es una monstruosidad y un síntoma de degeneración intolerable en la vida política que todo eso acontezca sin motivo alguno, para vigilar y tener cerca de la ventana policiaca a unas docenas de personas que, con lícito entusiasmo, desarrollan una acción política. Pero no es eso sólo. El fantástico complot se urdió con propósitos más turbios, de inmensa gravedad, y es preciso situar a plena luz su zona oculta.
Hace ya meses que los socialistas vienen planteando en el seno del partido el problema de la conquista del Poder, y en las últimas semanas, coincidiendo con algunas dificultades políticas que se presentaban al Gobierno, tramaron con urgencia la realización de los planes que antes tenían preparados y organizados para el mes de octubre, fecha tope de la actual situación Azaña.
El partido socialista, para implantar su dictadura, tenía previamente que reducir, o por lo menos conocer, la fuerza real que representan hoy en España los grupos «nacionales» que él supone le presentarían batalla violenta, en caso de implantación de la dictadura marxista del proletariado. El partido socialista, que carece de preparación revolucionaria, de capacidad suficiente para la acción revolucionaria, sabe que no puede insinuar siquiera un gesto de conquista integral del Poder, si no desarticula las falanges combativas de la CNT y las organizaciones de tendencia nacional-fascista. En este hecho hay que buscar la explicación y los motivos reales del fantástico complot. Una maniobra socialista. que envolvió incluso a Casares Quiroga y al director de Seguridad, inconscientemente quizá, en este caso, al servicio de los intereses políticos del partido socialista. El ministro de la Gobernación parece que descubrió a tiempo el propósito y, a las veinticuatro horas de hablar Azaña a los periodistas del complot terrible, negó él terminantemente, su existencia.
Los socialistas, repetimos, gestionaron en los medios gubernativos la incubación del complot, claro es que exponiendo motivos diferentes a los que realmente les animaban. Y tuvieron la fortuna de que se aceptasen sus indicaciones. Nos consta que todas las incidencias a que han dado lugar estos hechos, detenciones, concentración en el penal de Ocaña, procesos, asistencia a los detenidos, etc., han sido observadas de cerca por agentes de los socialistas, que preparan, como es notorio, un golpe de Estado, y se muestran inquietos y nerviosos ante la posibilidad de que el sector anarco-sindicalista o los grupos de JONS y de los fascistas les presenten resistencia armada.
Esa es la realidad del complot. Los socialistas han querido que dos autoridades republicanas -el señor Casares, ministro, y el señor Andrés Casaús, director de Seguridad- les preparen el terreno, desarticulen, vigilen y persigan a las únicas gentes de España que no darán jamás permiso a los socialistas para sus experiencias y sus traiciones.
¿Dictadura del proletariado?
Largo Caballero es hoy, sin duda alguna, el orientador y estratega más calificado del partido socialista. En su última conferencia de Torrelodones ha dicho con claridad que el marxismo español aparta su mirada de la democracia burguesa. Los jóvenes socialistas aplaudieron mucho, al parecer, ese viraje del partido. Ya están, en efecto, bien exprimidas y explotadas por el marxismo las posibilidades que ofrece para su arraigo una democracia parlamentaria. Y ahora, obtenido y conseguido ese arraigo, no está mal iniciar sobre bases políticas firmes la etapa marxista de la dictadura proletaria.
Pero Largo Caballero se dolía y extrañaba de que en una democracia burguesa no se pueda realizar el socialismo. Naturalmente. Parece obligado que si se desea y pretende por los socialistas la implantación de la dictadura de clase, de su dictadura, realicen previamente con éxito una leve cosa que se llame la revolución proletaria, desarticulen el actual régimen de democracia burguesa. Hasta ahora, éste no les ha opuesto la resistencia más leve, ni les ha presentado batalla en frente alguno. Al contrario, llevan los socialistas veintiocho meses seguidos en los Gobiernos del régimen.
Los propósitos expuestos por Largo Caballero con la aprobación y la asistencia del partido, obligan a los socialistas a preparar y organizar la revolución. No puede hablarse de dictadura proletaria sin haber resuelto el problema insurreccional de la conquista del Poder. ¿Provocarán los socialistas jornadas revolucionarias para un objetivo de esa naturaleza? De todas formas, su declaración está ahí, clara y firmemente proclamada por los jefes.
Hay que contar, pues, y obtener las consecuencias políticas obligadas, con esos pinitos bolchevizantes de los socialistas, porque contribuirán a hacer más endeble y delgada la plataforma sobre que se apoya la legalidad actual.
No obstante siguen los grupos, gentes y periódicos antimarxistas defendiendo los postulados de la democracia burguesa, fieles a toda esa marchita fraseología del Estado parlamentario, sin advertir que los disparos contra el socialismo, hechos desde semejante trinchera, carecen en absoluto de razón y de eficacia. Así ocurre que media docena de partidos y otros tantos periódicos vienen desde hace dos meses combatiendo las posiciones socialistas, y la verdad es que no logran desplazarlos ni un milímetro.
No hay en la democracia burguesa acometividad contra nada, y menos contra la estrategia marxista. Estén bien seguros de ello los socialistas; mientras se les ataque solo en nombre de la ortodoxia liberal-burguesa, pueden seguir tranquilos organizándose y esperando el momento propicio para su victoria.
Una respuesta inadmisible
Contra la dictadura marxista de clase sólo cabe la dictadura nacional, hecha, implantada y dirigida por un partido totalitario. Pero nunca la dictadura de unas supuestas «derechas conservadoras», como reclamó Maura en Vigo, a los pocos días del discurso leniniano de Largo Caballero. No pudo expresarse Maura con menos fortuna ni mostrar más al desnudo su incapacidad para comprender los fenómenos políticos de la época. ¿Qué es eso de dictadura de las «derechas conservadoras»? Sería un fenómeno típico de lucha de clases, tan antinacional, injusto e inadmisible como los conatos marxistas en nombre de la clase proletaria.
Esa posición de Maura es sintomática. Está visto que la burguesía liberal desbarra fácilmente y no ve claros sus objetivos. Pues se levantan los pueblos contra el marxismo justa y precisamente porque significa la negación misma de la existencia nacional, la conspiración permanente contra la Patria. Es, pues, en nombre de todas las clases, interpretando los clamores de «toda» la Nación, como se organiza el frente antimarxista, la salvación nacional. Esa consigna de Maura debe rechazarse de plano. Favorece incluso las líneas marxistas, proporcionándoles razones dialécticas. Insistimos en la extrañeza que nos produce la lentitud y la poca inteligencia con que surgen voces y campañas antimarxistas de esas anchas zonas fieles hasta aquí, a las fórmulas de la democracia burguesa. Desearíamos advertir en ellos decisión para mostrar sus propias dudas interiores y para insinuar ante el país la necesidad real y urgente de sustituir las normas actuales del Estado por otras más firmes y vigorosas. Pero orientaciones como la de Maura que comentamos, nos parecen perturbadoras, desviadas y nocivas.
Jonsismo y fascismo
Ningún camarada de nuestro Partido se siente mal interpretado políticamente cuando le llaman o denominan fascista. Es ello admisible en el plano de las tendencias generales que hoy orientan los forcejeos políticos del mundo. Si, en efecto, no hay otras posibles rutas que las del fascismo o el bolchevismo, nosotros aceptamos y hasta requerimos que se nos incluya en el primero. Ahora bien, fascismo es, antes que nada, el nombre de un movimiento concreto triunfante en Italia en tal y cuál fecha, y en tales y cuáles circunstancias, concebido por unos hombres italianos con una tradición, un ambiente y una mecánica social peculiarísima de su país. El fascismo ha incorporado a nuestro tiempo valores universales indiscutibles, ha iniciado con éxito firme una labor que representa un viraje magnífico en la marcha de las instituciones políticas. Es además un régimen y un estilo de vida. que centuplica las posibilidades de los hombres y contribuye a dignificar y engrandecer el destino social e histórico de los pueblos. Muy difícil es, por tanto, evadirse de su influencia en las horas mismas en que andamos aquí en pugna diaria para reencontrar y robustecer el auténtico pulso nacional de España. Muchas de sus victorias no son aquí precisas con urgencia. Muchos de sus pasos hemos de recorrerlos también nosotros, sin rodeo posible.
Pero, a pesar de todo eso, las JONS, aquí, en su Revista teórica, donde hay que precisar y distinguir la entraña más honda del Partido, tienen necesidad de situarse claramente ante el fascismo y reclamar como primer impulso y base fundamental del Partido una raíz nacional, sincerísima y auténtica, que sólo en nuestros climas hispánicos es posible, urgente y necesaria.
El tema es de interés máximo, sobre todo si recordamos que hay hoy anchas zonas de españoles pendientes de las eficacias y de los caminos fascistas. Por eso, en nuestro próximo número publicaremos un amplio trabajo del camarada Ramiro Ledesma Ramos, el definidor y forjador más calificado de nuestro Partido, con el mismo título de esta nota: «Jonsismo y fascismo.»
Estamos seguros de que el Partido robustecerá su posición hispana, distinguiendo con pulcritud su propio carácter. Y conviene a todo el Partido disponer de ideas claras acerca de un extremo así. Esperemos el trabajo de nuestro camarada. Todas las coincidencias con el fascismo y todo lo que nos separa de él tendrán allí su justificación rigurosa.
(«JONS», n. 3, Agosto 1933)
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Desde hace diez años ha cambiado radicalmente la órbita moral en que se debaten las decisiones políticas últimas. A no ser en aquellos países idílicos que precisamente ahora han conseguido el hallazgo de las libertades, las transigencias y las tolerancias y viven así fuera de todo peligro de choques violentos, de peleas facciosas y de sangre en la calle -¿lo decimos de este modo, españoles?-, en los demás, en todos los demás, se entra en el período de las jornadas duras o se sale de ellas, quizá con la cabeza rota, pero con los problemas resueltos y la vida de la Patria conquistada y ganada a pulso en las refriegas.
Vivimos hoy bajo la franca aceptación y justificación de la violencia política. Así, pues, en nuestra época, en estos años mismos, la violencia ha adoptado formas en absoluto diferentes de las que regían, por ejemplo, en Europa hace cuarenta años. Eran entonces focos de terrorismo, partidas poco numerosas de actuación secreta y turbia que escandalizaban la circulación pacífica de las gentes con sus intervenciones y no contaban con la adhesión, ni menos con la colaboración activa, de los sectores sociales afines, como los nihilistas rusos, que durante diez años, de 1875 a 1885, consiguieron la intranquilidad permanente del imperio zarista; y de otro lado, los grupos de acción de los Sindicatos libres frente al anarco-sindicalismo revolucionario, muy pocas docenas, que durante los años 1920-1923 fueron en España la única violencia directa, extraoficial, que existió frente a la violencia de los grupos rojos.
La pugna fascismo-comunismo, que es hoy la única realidad mundial, ha desplazado ese tipo de violencia terrorista, de caza callejera a cargo de grupos reducidos heroicos, para presentar ese otro estilo que hoy predomina: el choque de masas, por lo menos de grupos numerosos que interpretan y consiguen la intervención activa, militante y pública de las gentes, extrayéndolas de su vivir pacífico y lanzándolas a una vida noble de riesgo, de sacrificio y de violencia.
El fenómeno es notorio y claro: a los grupos secretos, reducidos y anormales, los sustituyen ahora las milicias, que ostentan pública y orgullosamente ese carácter, que visten uniforme, adquieren capacidad militar propia de ejércitos regulares y, lo que es fundamental, son, viven y respiran en un partido, encuentran justificación en una doctrina política, se sienten ligadas a la emoción pura y gigantesca de los jefes.
De ese modo, lo primero de que tienen conciencia quienes forman en esas milicias, es que su esfuerzo es un esfuerzo moral, encaminado a triunfos y victorias de índole superior, sin cuyo logro su vida misma carece de plenitud y de centro. Es ahí donde radica el origen moral de la violencia, su carácter liberador, creador y lo que le presta ese ímpetu con que aparece en los recodos más fecundos de la Historia.
La violencia política se nutre de las reacciones más sinceras y puras de las masas. No caben en ella frivolidades ni artificios. Su carácter mismo extraindividual, trascendente, en pos de mitos y metas en absoluto ajenos en el fondo a las apetencias peculiares del combatiente, la eximen de sedimentos bárbaros de que, por otra parte, está siempre influida la violencia no política o ésta misma, cuando se recluye en la acción individual, enfermiza y salvaje.
Por los años mismos en que actuaban aquí contra la acción terrorista del anarco-sindicalismo los grupos igualmente terroristas de los libres, se creó, desarrolló y triunfó en Italia el movimiento fascista, primera aparición magna y formidable de la violencia con un sentido moral, nacional y creador. Aquí, entonces la cobardía del ambiente, la incapacidad para la acción directa de los núcleos jóvenes y la ausencia de una profunda adhesión a los valores superiores, a la Patria, impidieron que brotase a la luz del día un movimiento político violento que tomase sobre sí la tarea de combatir con las armas los gérmenes anárquicos, aplastando a la vez la arquitectura de aquel Estado tembloroso e inservible. En vez de eso, surgieron los grupos contrarrevolucionarios, profesionales, con idéntica táctica terrorista que la del enemigo, y que constituyen uno de los más tristes e infecundos episodios de la historia social reciente. Se inhabilitaron en unas jornadas sin gloria y sin brío hombres que con otra orientación hubieran estado a la altura de los mejores, y que así, hundidos en el drama diario de la lucha en las esquinas, están clasificados con injusticia. Si insistimos en la crítica de estos hechos es porque debido a que surgieron en la época misma que el fascismo italiano, que derivo con fecundidad a la lucha de masas y el triunfo político, se advierta la diferencia y el inmenso error que todo aquello supuso para España. ¿Podrá repetirse la absurda experiencia?
La violencia política nutre la atmósfera de las revoluciones, y desde luego, es la garantía del cumplimiento cabal de éstas. Así el fascismo, en su entraña más profunda y verdadera, se forjó a base de arrebatar a las fuerzas revolucionarias típicas el coraje y la bandera de la revolución. Las escuadras fascistas desarrollaban más violencia y más ímpetu revolucionario en su actividad que las formaciones marxistas de combate. Esa fue su victoria, el dominio moral sobre las masas enemigas, que después de un choque se pasaban con frecuencia, en grupo numeroso, a los camisas negras, como gentes de más densidad, más razón y más valentía que ellos.
Hoy sólo tienen capacidad de violencia o, lo que es lo mismo, capacidad revolucionaria, afán de coacciones máximas sobre las ideas y los grupos enemigos, las tendencias fascistas -nacionales- o las bolcheviques -antinacionales y bárbaras-. A todas las demás les falta seguridad en sí mismas, ímpetu vital, pulso firme y temple.
Es evidente que la violencia política va ligada al concepto de acción directa. Unas organizaciones, unas gentes, sustituyen por sí la intervención del Estado y realizan la protección y defensa armada de valores superiores que la cobardía, debilidad o traición de aquél deja a la intemperie. Ello ha de acontecer siempre en períodos de crisis, en que se gastan, enmohecen y debilitan las instituciones, a la vez que aparecen en circulación fuerzas e ideas ante las cuales aquéllas se sienten desorientadas e inermes. Es el caso del Estado liberal, asistiendo a la pelea entre fascistas y comunistas en los países donde esta pugna alcance cierta dosis.
España ha penetrado ya en el área de la violencia política. Situación semejante podía ser o no grata, y, desde luego, no desprovista de minutos angustiosos; pero está ahí, independiente de nuestra voluntad, y por lo menos ofreciéndonos la coyuntura propicia para resolver de una vez el problema de España, el problema de la Patria. De aquí, de la situación presente, sólo hay salida a dos realidades, sólo son posibles dos rutas: la ciénaga o la cima, la anarquía o el imperio, según escribía en el anterior numero un camarada «jonsista».
Bien está, pues, enarbolar ante la juventud nacional el grito de la ocasión que se acerca. Elevar su temperatura y llevarla al sacrificio por España. Pero no sin resolver las cuestiones previas, no sin dotarla de una doctrina segura y de una técnica insurreccional, moderna e implacable. Es nuestra tarea, la tarea de las JONS, que evitará las jornadas de fracaso, arrebatando a la gente vieja el derecho a señalar los objetivos políticos y a precisar la intensidad, el empuje y la estrategia de la insurrección.
No utiliza la violencia quien quiere, sino quien puede. Desde hace diez años asistimos a experiencias mundiales que ofrecen ya como un cuerpo de verdades probadas sobre algunos puntos muy directamente relacionados con el éxito o el fracaso de las insurrecciones, cualesquiera que ellas sean.
La insurrección o el golpe de Estado -les diferencia y distingue la táctica, pero se proponen la misma cosa y por muy similares medios- son el final de un proceso de violencias, de hostilidades, en que un partido político ha probado sus efectivos, su capacidad revolucionaria, disponiéndolos entonces hacia el objetivo máximo: la conquista del Estado, la lucha por el Poder. Día a día ese partido ha educado a sus grupos en una atmósfera de combate, valorando ante ellos sólo lo que estuviese en relación con los propósitos insurreccionales del partido.
Para ser breves indicaremos de un modo escueto algunas observaciones que deben tenerse en cuenta en todo plan de insurrección o golpe de Estado que hoy se organice en cualquier lugar del globo.
1. La insurrección ha de ser dirigida y realizada por un partido. En torno a sus cuadros dirigentes y a sus consignas han de congregarse los elementos afines que ayuden de una manera transitoria la insurrección. El partido que aspire a la conquista del Poder por vía insurreccional tiene que disponer de equipos armados en número suficiente para garantizar en todo minuto el control de las jornadas violentas en que intervengan fuerzas afines, que deben ser incorporadas, siempre que sea posible, a los propios mandos del partido. Y esto, no se olvide, incluso tratándose de fuerzas militares, en el caso de que se consiga la colaboración de parte del ejército regular.
2. Es imprescindible una educación insurreccional, una formación política. Carecen por lo común de toda eficacia las agrupaciones improvisadas que surgen a la sombra de ciertos poderes tradicionales, en horas de peligro, sin cuidarse de controlar y vigilar su capacidad real para la violencia. Aludimos a los grupos sin disciplina política, que se forman un poco coaccionados por sentimientos y compromisos ajenos a la tarea insurreccional, en la que toman parte sin conciencia exacta de lo que ello supone. Ahí está reciente el ejemplo de aquella famosa «Unión de los verdaderos rusos», por otro nombre las «Centenas negras», que formó en Rusia el arzobispo de Volhinia, Antonio, con todo aparato de liga numerosa, dispuesta para la lucha contra la ola bolchevique, pero de la que a la hora de la verdad no se conoció ni un solo paso firme. Sólo la acción en una disciplina de partido con objetivos concretos y desenvoltura política alcanza y consigue formar grupos eficaces para la insurrección.
3. Los equipos insurreccionales necesitan una movilización frecuente. Es funesta la colaboración de gentes incapaces de participar en las pruebas o ensayos previos, en la auténtica educación insurreccional que se necesita. Todos esos individuos que suelen ofrecerse «para el día y el momento decisivo» carecen con frecuencia de valor insurreccional y deben desecharse. Asimismo, las organizaciones no probadas, hechas y constituidas por ficheros, sin que sus miembros tengan una demostración activa de su existencia en ellas, sirven también de muy poco. Está comprobado que es fiel a los compromisos que emanan de estar en un fichero un cinco por ciento, cuando más, del total de esas organizaciones. Además el rendimiento suele ser casi nulo. El peso y el éxito de la insurrección dependen de los equipos activos que proceden de las formaciones militarizadas del partido. Con su práctica, su disciplina y la cohesión de sus unidades, estos grupos o escuadras logran a veces, con buena dirección y gran audacia, formidables éxitos. Deben formarse de muy pocos elementos -diez hombres, veinte cuando más-, enlazados, naturalmente, entre sí; pero con los objetivos distintos que sea razonable encomendar a cada uno de ellos. Estas pequeñas unidades son además militarmente las más oportunas para la acción de calles, teatro corriente del tipo de luchas a que nos referimos, y son preferibles por mil razones técnicas, fáciles de comprender, a las grandes unidades, que se desorientan fácilmente en la ciudad, perdiendo eficacia, y por ello mismo en riesgo permanente de derrota.
4. El golpe de mano y la sorpresa, elementos primeros de la insurrección. No hay que olvidar que la insurrección o el golpe de Estado supone romper con la legalidad vigente, que suele disponer de un aparato armado poderoso. Es decir, ello equivale a la conquista del Estado, a su previa derrota. El propósito es por completo diferente a la hostilidad o violencia que pueda desplegarse contra otros partidos u organizaciones al margen del Estado. Todo Estado, aun en su fase de máxima descomposición, dispone de fuerzas armadas muy potentes que, desde luego, en caso de triunfo de la insurrección, conservan su puesto en el nuevo régimen. Estas fuerzas ante un golpe de Estado de carácter «nacional», es decir, no marxista, pueden muy fácilmente aceptar una intervención tímida, algo que equivalga a la neutralidad, y para ello los dirigentes de la insurrección han de cuidar como fundamental el logro de los primeros éxitos, aun cuando sean pequeños, que favorezcan aquella actitud expectante. En la lucha contra el Estado es vital paralizar su aparato coactivo, conseguir su neutralidad. Esto puede lograrse conquistando la insurrección éxitos inmediatos, y siendo de algún modo ella misma garantía y colaboradora del orden publico. Sin la sorpresa, el Estado, a muy poca fortaleza de ánimo que conserven sus dirigentes, logra utilizar en la medida necesaria su aparato represivo, y la insurrección corre grave riesgo.
5. Los objetivos de la insurrección deben ser populares, conocidos por la masa nacional. Las circunstancias que favorecen y hacen incluso posible una insurrección obedecen siempre a causas políticas, que tienen su origen en el juicio desfavorable del pueblo sobre la actuación del régimen. La agitación política -que, insistimos, sólo un partido, las consignas de un partido, puede llevar a cabo- es un antecedente imprescindible. Las jornadas insurreccionales requieren una temperatura alta en el ánimo público, una atmósfera de gran excitación en torno a la suerte nacional, para que nadie se extrañe de que un partido se decida a dirimirla por la violencia. A los diez minutos de producirse y conocerse la insurrección, el pueblo debe tener una idea clara y concreta de su carácter.
6. El partido insurreccional ha de ser totalitario. Naturalmente, al referirnos y hablar en estas notas de «partido» dirigente y organizador de la insurrección, no aludimos siquiera a la posibilidad de que se trate de un partido democrático-parlamentario, fracción angosta de la vida nacional, sin capacidad de amplitud ni de representar él solo durante dos minutos el existir de la Patria. El partido insurreccional será, sí, un partido; es decir, una disciplina política, pero contra los partidos. Requiere y necesita un carácter totalitario para que su actitud de violencia aparezca lícita y moral. Es exactamente, repetimos, un partido contra los partidos, contra los grupos que deshacen, desconocen o niegan la unanimidad de los valores nacionales supremos. Ese aspecto del partido insurreccional de fundirse con el Estado y representar él solo la voluntad de la Patria, incluso creando esa voluntad misma, es lo que proporciona a sus escuadras éxitos insurreccionales, y a su régimen de gobierno, duración, permanencia y gloria.
Estas notas analizan la insurrección política como si fuera y constituyese una ciencia. Nos hemos referido a la insurrección en general, sin alusión ni referencia cercana a país alguno; son verdades y certidumbres que pueden y deben ya presentarse con objetividad, como verdades y certidumbres científicas. Es decir, su desconocimiento supone sin más el fracaso de la insurrección, a no ser que se trate de situaciones efímeras, sin trascendencia histórica, y se realicen en países sin responsabilidad ni significación en la marcha del mundo.
* Ramiro escribió este artículo bajo el pseudónimo de «Roberto Lanzas», que utiliza para analizar fenómenos políticos y sociales de índole mundial.
(«JONS», n. 3, Agosto 1933)
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Circular para el Partido
Camaradas:
Nuestras Juntas van adquiriendo día a día prestigio, eficacia y éxito. Somos ya de un modo indiscutible los representantes del nuevo espíritu combativo y nacional que orienta hoy a las fuerzas jóvenes de España. En un momento así, lograda con honor esa representación política, nos dirigimos al Partido señalando a todos los camaradas la línea de acción «jonsista» que conviene y corresponde seguir en lo futuro.
Nuestras normas han de ser cumplidas con rigidez y precisión. Agentes especiales de este Triunvirato Ejecutivo vigilarán las organizaciones, controlando de un modo directo la plena vigencia de las mismas. Proclamamos, pues, ante el Partido:
1. Las JONS se disponen a destruir todos los confusionismos que les cercan hoy. Somos un Partido en absoluto independiente de todos los demás, surgido con posterioridad a la ruta revolucionaria de abril, que persigue unos objetivos políticos opuestos a las desviaciones antinacionales que hoy predominan, pero sin compromiso ni afán de restablecer aquella canija, temblorosa y cobarde realidad que ofrecía el régimen monárquico a los españoles.
2. Las JONS depurarán con rigor los cuadros dirigentes de las organizaciones locales. No importa ni son peligrosos en la base aquellos camaradas que no estén debidamente informados Ni influidos por el Partido. Pero hay que evitar que ocupen puesto alguno de mando, por modesto que sea, quienes no ofrezcan garantías seguras de estar en condiciones de comprender y seguir rígidamente la acción y la doctrina del Partido.
3. No constituímos un Partido confesional. Vemos en el catolicismo un manojo de valores espirituales que ayudarán eficazmente nuestro afán de reconstruir y vigorizar sobre auténticas bases españolas la existencia historica de la Patria. Todo católico «nacional», es decir, que lo sea con temperatura distinta a los católicos de Suecia, Bélgica o Sumatra, comprenderá de un modo perfecto nuestra misión. No somos ciertamente confesionales, no aceptamos la disciplina política de la Iglesia, pero tampoco seremos nunca anticatólicos.
4. Nuestro rumbo social sindicalista nos da el carácter, que no rechazará nunca el Partido, de un movimiento de amplia base proletaria y trabajadora. Las JONS conocen la decrepitud del sistema económico liberal burgués que hoy rige, y por eso, con línea paralela a las propagandas marxistas, machacando sus posiciones y creando otras más eficaces, verdaderas y limpias, nos aseguraremos el concurso, el entusiasmo y la colaboración sindical de un amplio sector de trabajadores.
5. El Partido tiene que comprender rotundamente las dos eficacias que nos son imprescindibles: las JONS han de ser a la vez un Partido de masas y un Partido minoritario. Es decir, que influya directamente en grandes masas de españoles, orientándolos políticamente y que disponga al mismo tiempo de una organización elástica y responsable: las «Juntas», propiamente dichas, con sus equipos de doctrinarios, teóricos y propagandistas de un lado, y con sus secciones militarizadas de protección, ofensa y defensa, de otro.
6. Las JONS cuidarán y cultivarán, pues, ese objetivo doble en la incrementación y ampliación numérica del Partido. Interesa hoy más el segundo, y por él, naturalmente, han de dar comienzo a sus trabajos las secciones locales. La permanencia en el Partido, el título de militante «jonsista», obliga a capacitarse acerca de sus principios teóricos, de sus fines y de sus tácticas. La depuración de militantes debe hacerse con el máximo rigor, obligando a pasar a los núcleos de masa a todos aquellos elementos que no consigan sostener su puesto en el Partido con decisión, coraje y entusiasmo. Las JONS comprenden, pues, dos sectores bien distintos: el que hemos denominado «núcleos de masa»; es decir, simpatizantes y «jonsistas» a los que no sea posible formar en las organizaciones activas del Partido, y el otro, los militantes de las «Juntas», con un amplísimo bagaje de deberes, capacidad de sacrificio y permanente movilización en torno a las tareas «jonsistas».
7. Todas las «JONS» locales deben tener un conocimiento exacto acerca de la importancia de las organizaciones marxistas de su ciudad, vigilando, sobre todo, sus preparativos de violencia y el espíritu con que esperan o provocan la acción revolucionaria.
8. Todos los camaradas del Partido deben fortalecer cada día más su disciplina. Es el arma de mejor filo con que puede equiparse nuestro movimiento. Sin ella seremos destruidos en las primeras jornadas. Ni un segundo de perplejidad, pues, debe consentirse en el seno de los Triunviratos para sancionar hechos contra la férrea disciplina del Partido. En el capítulo de expulsiones las efectuadas por este concepto tienen que ocupar siempre, por su cifra, el primer lugar.
9. Los Triunviratos locales tienen que acelerar, conseguir con premura, que sus núcleos alcancen la máxima eficiencia «jonsista». Asimismo, perfeccionar y ampliar sus informes mensuales a este Ejecutivo.
10. Se prohiben en absoluto las relaciones políticas con otros partidos, sin conocimiento ni autorización concreta de este Ejecutivo Central. Corresponde a las JONS, en todas partes, desarrollar la mayor eficacia en su acción contra el marxismo, absorbiendo los núcleos de lucha que se formen espontáneamente a extramuros de nuestro Partido. Hay que dar a éstos tácticas seguras, orientación política y sentido nacional, evitando que la acción antimarxista adopte un carácter antiproletario de lucha de clases. Para ello nada mejor que ser nosotros los más diestros, seguros y eficaces.
En fin, camaradas, una vez más os invitamos a apretar el cerco en torno a nuestras consignas justas, respondiendo con tenacidad a los clamores más hondos de España.
Contra la lucha de clases.
Contra los separatismos traidores.
Contra el hambre y la explotación del pueblo trabajador.
Por la ruta triunfal de España.
Por nuestra dignidad de españoles.
Por el orden nacional, fecundo y fuerte.
POR LA PATRIA, EL PAN Y LA JUSTICIA.
Madrid, julio.
(«JONS», n. 3, Agosto 1933)
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Conviene que se tengan siempre presentes los orígenes del Partido. En horas de confusión, caos y peligro, España se nos iba de las manos a los españoles, y ello sin pelea, sin derrotas, estúpida y absurdamente. Nadie se ha conmovido ante ese drama; sigue en pie, y hasta aquí la única presencia disconforme e irritada es la que supone la aparición jonsista. Está ya fatal y gloriosamente ligado el Partido al perfil de España. Somos y seremos el barómetro de su prosperidad, de su honor y de su fuerza. Si las JONS triunfan y se extienden, es porque los españoles alcanzan brío nacional, capacidad de salvación económica y política. Si, por el contrario, quedamos reducidos a pequeños grupos disidentes, sin amplitud ni influencia, España será lo que sea; pero nunca una Patria, con algo que hacer en el mundo y una ilusión con que forjar y ennoblecer el corazón de los españoles.
Con esa simplicidad, con esa fe rotunda, hablamos los jonsistas. ¿Quiere algo España de un modo pleno y unánime? Pues nosotros entraremos al servicio de eso, colaboraremos al logro triunfal de ese afán de España. ¿No quiere nada España? Si quienes interpretan la conciencia y la voz de una Nación son sus equipos dirigentes, hay a la vista algo aún más depresivo: ¿Tiene hoy España el solo y único afán de desaparecer, disgregarse, morir?
Pero los pueblos no se suicidan nunca. Pueden, si, un buen día morir de vejez, una muerte natural y recatada. Pueden, también, morir avasallados por un enemigo, perder su independencia, su expresión y su carácter. Lo primero es decadencia; lo segundo, esclavitud. Nada de esto acontece ni tiene lugar en España, aunque vivamos en riesgo permanente de ambas cosas. Nosotros sostenemos, como decía en el número anterior un camarada, que España no es ni ha sido un pueblo en decadencia, sino un pueblo dormido, extraño y ajeno a su deber histórico. Es lícita, pues, nuestra voluntad de hallazgos nacionales firmes, nuestra tarea de recuperar, conseguir e imponer la victoria española.
La ausencia de las cosas es la mejor justificación para su conquista. Los españoles aparecen en el escenario nacional desde hace muchos años sin vinculación ni disciplina a nada. Se está viviendo en plena frivolidad, sin advertir la anomalía terrible que supone el que las gentes desconozcan u olviden ese pequeño número de coincidencias, de unanimidades, que nutren el existir de España. Ser español no obliga hoy, oficialmente, a fidelidad alguna de carácter noble. Ni los niños, ni los jóvenes, ni más tarde los hombres maduros de España se sienten ligados a propósitos y tareas que respondan a una exigencia nacional ineludible.
Es ese momento, cuando se pierde en anchas zonas sociales el sentido de la Patria y de sus exigencias, el más propicio a los sistemas extraños para imponerse. Pues, si en la trayectoria histórica de un pueblo se debilita su autenticidad, puede, en efecto, seguir a la deriva, perplejo, sin sustituir ni negar su propio ser, sino simplemente ignorándolo; pero puede también negarse a sí mismo, ofrecerse a otros destinos, instalar y acoger con inconsciente alborozo al enemigo.
España, por ejemplo, podría llevar ochenta o más años con su autenticidad debilitada; pero sólo ahora, ante la presencia de los equipos marxistas, está realmente en peligro de perder hasta su propio nombre. Pues el marxismo no limita su acción a desviar poco o mucho la vida nacional, sino que supone la desarticulación nacional misma, no la revolución española, sino la revolución contra España. Sólo los separatismos regionales igualan o pueden igualar a los propósitos marxistas en eficacia destructora. Se auxiliarán incluso, mutuamente, porque nada más fácil para un marxista que conceder y atender las voces de disgregación. La Patria es un prejuicio burgués, exclama, y la hará pedazos tan tranquilo.
Nuestra aspiración jonsista es anunciar a los españoles que no es ya posible mantenerse ni un minuto en la «calma chicha» histórica en que España ha permanecido. Porque, si no la empujan vientos nacionales, pechos generosos y fieles, llegarán a toda prisa las tempestades enemigas.
Las JONS quieren poner en circulación una voluntad española. Es decir, identificar su propia voluntad con la voluntad de España. Con el mero hecho de querer y soñar para España una grandeza, se está ya en nuestras líneas, ayudando los propósitos nuestros. No importa que las querencias y los sueños se hagan o afirmen sin los contenidos que hasta aquí eran la sustancia tradicional de lo español. Pues la tradición verdadera no tiene necesidad de ser buscada. Está siempre vigente, presidiendo los forcejeos de cada día. Y no se olvide hasta qué punto ciertos valores palidecen, y cómo no es posible que un gran pueblo dependa por los siglos de los siglos de una sola ruta. No está España, no, agotada, ni en definitivo naufragio. Necesita voluntad, voluntad creadora, gentes que continúen y renueven su tradición imperial y magnífica.
Cuando se nace en una coyuntura floreciente de la Patria, los deberes son claros y a menudo tan rotundos, que nadie puede desconocerlos sin riesgo. Pero si la etapa es catastrófica, si la Patria es entonces un concepto al que todos los grupos e intereses adjetivan y desvirtúan, confundiéndola con su propio egoísmo, hay que ganarla y conquistarla como a una fortaleza. No hay Patria sin algo que hacer en ella y por ella. Ese quehacer es la dádiva, la contribución, el sacrificio de cada uno, para que la Patria exista y brille. Nadie más antinacional ni derrotista que aquel que habla siempre de la Patria sin concederle el sacrificio más mínimo. Hacen falta sacrificios, renuncias, y quien no se sacrifica intensamente, dice Mussolini, no es nacionalista ni patriota. Esta verdad explica la contradicción del supuesto patriotismo jacobino. Porque no es posible proclamar a la vez la realidad de la Patria y el derecho individual a zafarse de todo, hasta de su propio servicio.
La Patria es coacción, disciplina. Por eso en nuestra época, necesitada de instituciones políticas indiscutibles, de poderes sociales absolutos, ha sido el sentimiento nacional, la movilización nacionalista, lo que ha proporcionado al Estado la eficacia y el vigor que requería. Pues al asumir el Estado rango nacional, identificándose con la Nación misma, hizo concreta y fecunda la fidelidad a la Patria, hasta entonces puramente emotiva y lírica. El triunfo y creación del Estado fascista equivale a utilizar de modo permanente la dimensión nacional que antes sólo se invocaba en las calamidades o en las guerras.
Pero hay más: a los destinos de la Patria están hoy ligados, como nunca, los destinos individuales. Pues no existe posibilidad de que país alguno atrape instituciones políticas firmes, si no dispone, como raíz motora de sus esfuerzos, del patriotismo más puro. No hay Estado eficaz sin revolución nacional previa que le otorgue la misión de iniciar o proseguir la marcha histórica de la Patria.
Por eso el jonsismo, que es una doctrina revolucionaria, pero también una seguridad constructiva en el plano social de las realizaciones, inserta el Estado nacional-sindicalista en la más palpitante dimensión patriótica, busca su plataforma el hallazgo más perfecto y radical de España.
Todos los camaradas del Partido han de tener conciencia de que las «Juntas» asumen la responsabilidad de sustituir, mejor dicho, interpretar con su voluntad la voluntad de España. Ello es obligado y lícito, en un momento en que ni el Estado ni nadie se cuida ni preocupa de ofrecer a los españoles una tabla de dogmas hispánicos a que someterse. Nace y se educa aquí el español sin que se le insinúen ni señalen los valores supremos a que se encuentra vinculada la propia vida de su Patria.
El hombre sin Patria es justamente un lisiado. Le falta la categoría esencial, sin la que no puede escalar siquiera los valores humanos superiores. Pero ese hecho que es, sin duda, fatal y triste, tratándose de un individuo de Sumatra, el Congo o Abisinia, alcanza relieve de hecho criminoso en aquel que nace, crece y muere en el seno de un gran pueblo histórico. En España, a causa de los aluviones y residuos raciales sobrevenidos, y de un cansancio indudable para las realizaciones colectivas, se ha extendido la creencia de que es primordial y de más interés sentirse hombre que español. A todos esos seres descastados y resecos, sin pulso ni decoro nacional, hay que enseñarles que su alejamiento de lo español les veda y prohibe alcanzar la categoría humana de que blasonan. Nada hay más absurdo, negativo y chirle que ese internacionalismo humanitarista, con derechos del hombre, ciudadanía mundial y diálogos en esperanto.
Hay que barrer de España todas esas degeneraciones podridas. Ello ha de ser obra de juventudes tenaces y entusiastas, cuyo norte sea la Patria libre y grande. Es una de las tareas jonsistas, la más fundamental y urgente de todas. Porque sin ella nada podrá hacerse ni intentarse en otros órdenes. Nadie piense en edificar un Estado nacional-sindicalista donde no haya ni exista una Patria. Nadie piense en establecer una prosperidad económica ni conseguir una armonía social, ni lograr un plantel de héroes en un pueblo sin rumbo ni grandeza. Pues es la Patria, el Estado nacional, nutrido por el sacrificio y el culto permanente de todos, quien garantiza nuestra libertad, nuestra justicia y nuestro pan.
(«JONS», n. 3, Agosto 1933)