Hay que arrinconar definitivamente esas dos catastróficas banderas.
Este clamor es ya el deseo unánime de todo el pueblo. Las J.O.N.S. lo recogerán en su nacional-sindicalismo patriótico
¡Nunca más la propaganda disgregadora!
Comprendemos que no había de resultar fácil para la situación gobernante liquidar con aplastante eficacia las consecuencias de la subversión separatista. El Gobierno Lerroux-Gil Robles no podía, en efecto, hacer cosa diferente ni distinta de lo que ha hecho en Cataluña.
Ahora bien, sin penetrar en la cuestión concreta de cómo ha resuelto el Gobierno cuanto afecta al régimen transitorio de Cataluña, nos interesa destacar ante los españoles los peligros enormes que traería consigo el que volviese algún día a ser posible levantar de nuevo en Cataluña la bandera desmembradora.
Nos preocupa especialmente esa posibilidad, pues hemos declarado y sostenido siempre que la conservación rígida y absoluta de su unidad es para la España de nuestros días una consigna irrenunciable, cuya pérdida o abandono nos hundiría sin remedio en la mayor vergüenza histórica que puede recaer sobre un pueblo.
La unidad de España es el punto de partida para cualesquiera edificación que se haga desde el plano de lo nacional. Quedan fuera de «lo nacional» todas las concesiones o tibiezas que se tengan en este sentido, pues la unidad es lo único que nos queda a los españoles como solar firme sobre el que asentar de nuevo la reconstrucción de nuestra Patria. Y perdido ese único asidero, ese último germen de grandeza auténtica, ese último gran valor de España, no queda sino la tarea triste y bochornosa de liquidarnos sencillamente como pueblo histórico.
Bien claro quedó desde luego en octubre que no ha de ser nunca fácil a los elementos antinacionales que entonces conspiraron en Cataluña hacer triunfar su traición ni imponer su criminal tendencia a los españoles. Quedó probado, por fortuna, en aquellas fechas que nada podrán nunca contra el firmísimo, voluntarioso y permanente deseo de los españoles de defender a toda costa la unidad de España.
Ahora bien, todos sabemos cómo la perturbación, la agitación y la amenaza política pueden servir para que desde allí, aun a sabiendas de que los ideales disgregadores son de triunfo imposible, sigan especulando siniestra, vergonzosamente, con el fantasma.
Ahí están ya en ese papel Cambó y sus amigos de la Lliga, sustituyendo a Companys y a Dencás en los propósitos de deshispanizar a Cataluña y de destruir allí los gérmenes nacionales apenas aparezcan.
No comprendemos cómo las propagandas de Cambó circulan libremente en el mismo solar de los combates sangrientos de octubre.
No comprendemos cómo se las deja sin réplica eficaz y cómo no se las considera por quien debe incursas en los delitos mismos de campañas contra la Patria.
Nosotros creemos que las jornadas separatistas de octubre tuvieron magnitud suficiente para justificar el que se corten de raíz los rebrotes de aquel espíritu insurreccional.
Pues de la victoria contra los separatistas hay que deducir más amplias eficacias que el de un triunfo transitorio y fugaz. Hay por lo menos que extraer de esa victoria el aniquilamiento de toda aspiración separatista durante otros dos siglos, como en realidad aconteció con otra victoria análoga a principios del siglo XVIII.
Con toda firmeza, expresamos nuestra opinión de que se consideren las propagandas separatistas como las merecedoras de los castigos más altos y a sus inspiradores y realizadores como los enemigos más destacados y públicos del pueblo.
Pues el pueblo, todo el pueblo de España, pide y proclama el mantenimiento inconmovible de la unidad nacional, en la que con magnífico instinto patriótico percibe la mejor garantía de su propia prosperidad, seguridad y grandeza.
Los marxistas, al ostracismo
Después de la subversión roja de octubre, después de la actuación revolucionaria desencadenada por los marxistas españoles, hay algo en que está de acuerdo toda España, desde las capas privilegiadas de la burguesía hasta las mismas masas populares movilizadas por aquéllos, pasando por el gran sector medio del país. Ese algo es lo siguiente:
Los dirigentes marxistas, los cuadros todos del Partido Socialista, se han hecho merecedores del ostracismo perpetuo, aparte las sentencias y condenas de orden legal a que los tribunales los sometan. El pueblo, todo el pueblo, reclama para ellos una de índole moral y sin sombra de indulto: el ostracismo político y más riguroso.
Las jornadas de octubre en Asturias y en otros puntos, el plan general de la solución, la estrategia desarrollada, los repliegues concertados, todo, en fin, de lo que hicieron y de cómo lo hicieron nos permite afirmar lo siguiente:
Se trataba de una subversión a base de especular con todo lo más turbio, antinacional y aventurero que había sobre el país entonces.
Fue artificiosa y falsa, sin reclamación urgente y angustiosa por parte de la base popular. Sus fines políticos estrictos no podían justificar la violencia de las consignas ni la movilización sangrienta de las multitudes ingenuas.
No era una revolución en beneficio sincero y auténtico del pueblo, sino una acometida de los cuadros burocráticos marxistas para el disfrute de un Poder cuyas ventajas percibieron meses atrás.
Repetimos la necesidad de que el ostracismo de los marxistas y de todo cuanto se relaciona con sus doctrinas, de las cuales, después de todo, son ellos una pura consecuencia, sea absoluto e inapelable.
Lo pedimos en nombre de la Patria española, contra cuyos más firmes valores iban los disparos rojos, y lo pedimos también en nombre de los intereses de «todo» el pueblo, que fue realmente burlado y escarnecido por la revolución marxista, cosa que ya llegará el momento de aclarar, explicar y demostrar cumplidamente.
El ostracismo marxista, la imposibilidad que deben hallar esos elementos para reorganizarse después de los hechos acontecidos, plantea, sin embargo, un problema de fuerte alcance, y es éste: es posible, en efecto, conseguir el ostracismo político de los dirigentes marxistas de toda clase, es posible por repulsa nacional y justa el apartarlos de toda actividad que suponga reorganización de su antigua fuerza, pero lo que no resulta, sin duda, posible ni tampoco fecundo y eficaz para España es el ostracismo de sus antiguas masas, de toda aquella opinión ingenua y mordazmente ilusionada por ellos.
Hay, pues, que ofrendar a esas multitudes, a esas masas laboriosas, un refugio y una bandera que pueda conseguir de nuevo en ellas una renovación del entusiasmo y del vigor. Ostracismo, sí, para los dirigentes y para la doctrina. Ostracismo implacable, riguroso y absoluto, pero bandera nacional, cobijo nacional para las multitudes de salvación posible; es decir, para aquellas que hayan extraído de la lección roja de octubre la sabiduría suficiente y la rectificación imperiosa.
Nosotros decimos a estas últimas: fijaos en el nacional-sindicalismo de las J.O.N.S., ved nuestra bandera nacional y social al aire, leed sus consignas, estudiad sus metas y venid con nosotros sin perder minuto.
(«La Patria Libre», n. 2, 23 - Febrero - 1935)