La Conquista del Estado (Número 15)

Las pandillas socialdemócratas se disponen a burlarse del pueblo. Nos unimos a los sindicalistas para sabotear la farsa electoral

Los residuos fantasmales

Nuestra independencia es fiera. No se olvide que al nacer LA CONQUISTA DEL ESTADO como fuerza política, el grito más firme fue el de no pactar jamás con los viejos traidores. Representamos una generación nueva, de inquietud nacional y revolucionaria. Ni la más leve ayuda que proceda del equívoco será aceptada por nosotros. Queremos el Poder para los jóvenes, pero sometiendo a éstos a la prueba de la conquista brava y heroica del Poder. Hay tan sólo un hecho real en la vida española de esta hora: la realidad de la Revolución. Nosotros seremos fieles a ella, y nuestras armas serán exclusivamente armas revolucionarias.

De ahí nuestro afán por llevar a las masas el despertar de la eficacia nueva. No elecciones, sino combates. Si el pueblo hispánico no adopta rápidamente un gesto durísimo contras las oligarquías irresponsables y desenfrenadas que se han apoderado del Poder de la República, nadie podrá evitar una ruta de catástrofes. Asistimos al desarrollo inmoral de las nuevas pandillas políticas. Los partidos republicanos que hoy usufructúan el Poder son los descendientes por línea directa de aquellos otros partidos nefastos de la Monarquía. Estos grupos republicanos aparecen hoy al desnudo con todas sus lacras repugnantes de explotadores del pueblo. Para salvar a España y salvar a la República es urgente iniciar una acción violenta y audaz que expulse del Poder a la ancianidad fracasada. El pueblo debe enterarse de que se ha realizado el advenimiento de legiones juveniles, de una educación política novísima, que poseen el secreto de las dificultades económicas y sociales que hoy surgen.

Mientras la ineptitud de los viejos cucos republicanos engaña al pueblo con frases falsas y opulentas, las juventudes a que nos referimos desprecian el tópico liberal burgués y sólo presentan al pueblo como ejemplo de su novedad radicalísima el deber de equiparse con bravura para el sacrificio de guerra.

Nosotros denunciamos ante el pueblo que los partidos históricos de la República son supervivencias o residuos de otras épocas, e impiden con su cazurra ignorancia que España avance y se dilate. Junto a ellos, los conversos recientitos quedan invalidados por la inmoralidad misma de la conversión. He ahí el panorama exacto de los partidos gubernamentales de la República. ¿Es que cree alguien que el pueblo hispánico puso en marcha la Revolución para que asumiesen definitivamente el Poder esos residuos incapaces y turbios?

La Monarquía fue arrollada, y el problema actual es debelar con igual estruendo de justicia a las oligarquías republicanas que la suplantaron. La conjunción republicano-socialista pretende tapar la boca al pueblo con la insulsa promesa de una democracia parlamentaria. No nos importa nada eso. Queremos para España un orden político que desencadene la era de las verdades hispánicas. A base de justicia económica, de fervor y optimismo en los destinos gloriosos que son posibles para nuestro pueblo. Quien le vuelva la espalda, quien crea que somos un apéndice de Europa, discípulos perpetuos de Europa, debe ser condenado al ostracismo radical.

Hay junto a nosotros unos millares de españoles que barrerán con coraje a toda la mediocridad ministerial. Los que se empeñan en que todo pare aquí y ahora, en medio del remanso burgués y de la satisfacción liberaloide, se equivocan. No pararemos hasta que se logre en nuestra Revolución la cúspide napoleónica que rodee de gloria triunfal a las aspiraciones del pueblo.

La farsa electoral

¿A quién se le encomienda hoy la tarea de estructurar la nueva Constitución? Debemos hablar claro en este punto. A un pequeño número de españoles encaramados a los comités artificiosos de los partidos. Nadie advierte la gravedad que esto significa. Las Cortes Constituyentes pretenden el fraude de la Revolución. Impedir su desarrollo, deteniéndola en la etapa inestable y anodina que hoy sufrimos. Esas Cortes, si constituyen algo, es un atropello a la fidelidad revolucionaria. Se las convoca con urgencia, como recurso contra la movilización del pueblo.

Para nosotros, la ruta es clara. En todos los casos, unas Constituyentes son la etapa final de la Revolución, cuando se plantea el problema de fijar y estabilizar las conquistas. Pero aquí no se ha conquistado nada. Vivimos aún la misma vida cansina y mediocre a que nos tenía condenados la Monarquía. ¿Cómo es esto posible? El pueblo debe sabotear las Constituyentes y exigir la marcha del proceso revolucionario, que por lo menos tendrá la virtud de acabar con la modorra secular de millones de hispanos.

No merece la pena iniciar una Revolución con el exclusivo objeto de obtener derechos electorales. Esto se reduce a que medio millar de parlamentarios asuman la trascendental misión de tomar el pelo a la soberanía popular. Pero se precisa algo más profundo que organizar una exposición de las medianías nacionales. Lo auténtico es que se tiende a destruir la capacidad revolucionaria de las masas. Suplantando su acometividad con la vieja retórica del morrión.

Pueblan las candidaturas nombres que significan la incompetencia nacional. Del mismo estilo y vitalidad que los viejos fantasmones de la Monarquía. Nadie se extrañe. Son su réplica, sus discípulos en ineptitud y marrullería. Igual que hace veinte años, la España joven y fuerte tiene ante sí como enemigo a la ancianidad reaccionaria. Pero hoy existe la gran virtud de que los tiempos no toleran la miopía de los fracasados. Pueblos que entregan los puestos directores a los incapaces son pueblos que caminan a la deriva, en busca de escollos y catástrofes.

La audacia de los grupos que hoy pretenden reunir las Constituyentes supera todos los cálculos. Grupos sin disciplina ni cohesión, que no han resistido sin protestas el reparto de mercedes hecho por el Gobierno provisional de la República. Gentes sin educación política, fieles a los intereses egoístas y cercanos que representan, sin resonancia popular ni visión alguna del momento universal en que operan. La hora es, pues, confusa, y nuestro voto decidido se encamina a obtener la suspensión de las Constituyentes. ¿Qué autoridad revolucionaria las convoca, y para qué? Las pandillas gobernantes asfixiarán la opinión sana del pueblo, obligándole a votar unas listas arbitrarias en cuya elaboración no intervienen los electores.

Es cosa de los partidos, se dirá. Pero, ¿quién habla hoy en serio aquí de partidos políticos? ¿Qué grandes rutas y propósitos aparecen vinculados a sus propagandas? ¿Qué masas y qué entusiasmos movilizan? Todo es farsa y conjura contra el pueblo, que a la postre, se libertará de esas oligarquías repugnantes con las tácticas vigorosas, de guerra, que nosotros le ofrecemos.

La tiranía socialdemócrata

El conglomerado gobernante aspira a seguir la ruta mediocre de la socialdemocracia alemana. Con el auxilio tiránico de dos o tres personajes que se creen hombres de energía porque den órdenes terribles a la Guardia Civil. La cosa es cómica y denuncia la irreparable tontería de media docena de ministros. Acontece, pues, que la situación socialdemócrata traiciona incluso su papel de asegurar un poco dignamente las libertades del pueblo. Por lo menos en Alemania ha cumplido ese papel con la relativa nobleza que puede ser exigida a la patrulla marxista sietemesina, esto es, gubernamental con la burguesía. Pero aquí lo esperamos todo de estos tiranuelos menos la seriedad suficiente para oír media docena de verdades. Y como los comunistas parecen dispuestos a decir las suyas, y nosotros no nos hemos de resignar a callarnos las nuestras, las verdades estarán en perpetuo orden del día.

Por ambos flancos estará batida la socialdemocracia, que dentro de dos meses almacenará todos los ánimos inservibles e invaliosos de España. Pretenderá hundir a nuestro pueblo en ramplonería pacifista, impedirá el desarrollo y potencialidad de ambiciones hispanas poderosas, nos reducirá al campo estricto y acotado de la Marsellesa y entregará los mandos de gobierno a los que proclamen en voz más alta el derecho y la libertad del pueblo a morirse de hambre.

La socialdemocracia es el último cartucho de la burguesía alfeñique y temblorosa, incapaz y reaccionaria. Pero hay que impedir que sus errores nos condenen a todos a hundirnos en la sima comunista. De ahí la urgencia de arrebatarle el Poder, instaurar un régimen de furia nacionalista hispana y proceder a la reforma radical de la economía por procedimientos dictatoriales y revolucionarios.

Todos los bríos que se movilicen serán pocos. El español vive oprimido y esclavizado a un sistema económico rudimentario e injusto que condena al pueblo a un límite insostenible de pobreza. Ese hecho influye en el tono general del país, adscrito a exiguas aspiraciones, sin capacidad ni coraje para emprender tareas colectivas de gran radio.

¡Hispanos! ¡Guerra a la socialdemocracia!

(«La Conquista del Estado», n. 15, 20 - Junio - 1931)

Tenemos el orgullo de ser la primera fuerza política que con moldes briosamente hispanos introdujo aquí las eficacias sociales y económicas del mundo nuevo.

LA CONQUISTA DEL ESTADO se nutre de la nueva era postliberal, antiindividualista y antiburguesa, y desde el primer número ha razonado el sentido interventor y profundo que corresponde al Estado en la política pujante de un pueblo.

Frente a las economías privadas, burguesas, colocamos una economía sistemática, de Estado, enderezada a fines nacionales. Frente a la bobería del morrión, que busca y pretende satisfacciones de radio individual y pequeñito, colocamos la grandeza de colaborar con los demás en realizaciones colectivas, de pueblo, cuyo sentido escapa a todos cuantos viven horas y emociones anticuadas.

Don José Ortega y Gasset, aunque para nosotros sea algo sospechoso de pacto con las ideas antiguas, ha escrito últimamente unos párrafos magníficos, donde vibra de verdad el espíritu que anima nuestras campañas.

Nos enorgullece el creer que nuestra actuación de cuatro meses, enarbolando esas ideas centrales, haya influido para que ahora el maestro Ortega y Gasset advierta en la atmósfera de la juventud hispana esos síntomas optimistas que él presenta con alborozo.

 

Escribe Ortega, y suscribimos íntegramente:

«EL ESTADO ANTE TODO

»Desde el primer instante debió el Gobierno hacer notar en cada uno de sus actos, palabras y gestos, su conciencia clara y resuelta de que la nueva democracia, no de una democracia individualista, de pueblo en la plazuela, sino una severa, acerada democracia de Estado.

»No se diga, pues, un día que no fue a tiempo hecha la advertencia. EL ESTADO ES LA IDEA QUE IMPORTA MÁS A LAS NUEVAS GENERACIONES. Este entusiasmo por el Estado, por la majestad del Estado, tiene, como todo en el universo, sus posibles excesos y peligros. Pero me parece indiscutible -no obstante, estoy a la disposición de los que quieran discutirlo- que lo esencial de ese estatismo es la sustancia misma de la historia que viene. Conste, pues: una democracia que no sepa colocar la seriedad y la inexorabilidad del Estado por encima de cualesquiera insolencias particulares, será arrollada por la juventud.

»Se trata de instaurar un Estado de todos y "porque" de todos, formidable ¡SERVICIO AL ESTADO!, es la palabra que siente más en lo hondo el tiempo nuevo. La democracia tiene que perder el aspecto polvoriento de turbas que van y vienen indecisas como trozos descoyuntados de un rebaño empavorecido. Ha de tener la limpieza, la exactitud y el rigor de un taller racionalizado, de una clínica perfecta, de un laboratorio en forma. Y ES INELUDIBLE QUE EL NUEVO ESTADO SEA ASÍ, PRECISAMENTE PORQUE LAS TRANSFORMACIONES POLÍTICAS Y SOCIALES A QUE ES PRECISO DAR CIMA SON TAN ENORMES -EN ESPAÑA Y FUERA DE ESPAÑA- QUE SIN ESE FUNCIONAMIENTO SERIAN POR COMPLETO IMPOSIBLES.

»Ahora no se trata, como en 1848, de conquistar o reconquistar los derechos individuales, sino de organizar en nueva anatomía el cuerpo inmenso de la sociedad, de reformar sus tejidos celulares más profundos, por ejemplo, el económico. La operación antigua se reducía a soltar los individuos, faena dramática, pero nada difícil, para la cual bastó con las barricadas. La nueva empresa, en cambio, exige una dirección y una disciplina de alto tecnicismo. No hay escape, amigos; hemos llegado al álgebra superior de la democracia.»

(«La Conquista del Estado», n. 15, 20 - Junio - 1931)

Hemos dicho repetidas veces que en nuestro programa revolucionario hay la subordinación de todos los poderes al Poder del Estado. (Claro que a un Estado nacional, al nuevo Estado que instauraremos, no a las pandillas inmorales de la socialdemocracia constituidas en Estado.) Así, la Iglesia, por muy católica y romana que sea, no puede jamás pretender soberanía alguna frente al Estado.

Ahora bien, lo menos que puede hacer el Gobierno provisional es conseguir que la Iglesia no sea ya nunca un peligro para la soberanía política del Estado. Nada más fácil que conseguir esto. Cuando la emoción religiosa del país -que merece todos los respetos y debe incluso alentarse- recobre su función estricta, aparecerá como uno de los máximos valores de nuestro pueblo. Pero es execrable que la Iglesia haya sido muchos años sostenedora y amparadora de todos los abusos y de todos los crímenes contra la prosperidad y la pujanza del pueblo español. Creemos, pues, que el Gobierno está obligado a reajustar el papel de la Iglesia en la vida civil de nuestro país.

Pero lo absurdo es que lo haga con el espíritu de un volteriano de hace cien años. O con el de un inspector policiaco del siglo XX.

Cuando Berenguer puso en la frontera a Maciá, el traidor, debiéndolo meter en un castillo, la «conciencia jurídica» de los caballeretes que hoy gobiernan puso el grito en los siete cielos. Y hoy repiten la hazaña ellos mismos, poniendo en la frontera con igual protocolo al Cardenal Segura. Esto indica cómo estamos en presencia de una situación de tiranuelos vulgares, sin vigor ni originalidad alguna. Y el ministro de Justicia comentó aún la severidad y serenidad del Gobierno en este asunto.

Sólo nos interesa destacar aquí que lo hecho por el Gobierno no tiene ni pizca de revolucionario. Esta calidad se hubiera alcanzado si el Cardenal, en vez de ser llevado a la frontera, lo hubiera sido a una cárcel.

¿Es que la táctica del Gobierno consiste en la escaramuza? ¿Quiere entretener al pueblo, como la asquerosa Prensa burguesa llamada de izquierda, con luchas inofensivas en torno a afanes anacrónicos, para lograr que se desinterese del problema revolucionario, hoy de veras candente: la liberación económica?

Ataque de frente a la Iglesia, si es necesario. No nos parecerá mal. Pero evite el Gobierno las escaramuzas. El Cardenal Segura sólo puede tener dos residencias: el palacio episcopal de Toledo o un castillo expiatorio.

Nuestra formula es y será siempre: ¡Nada sobre el Estado! Y la mantendremos, aunque beneficie a los piratas.

(«La Conquista del Estado», n. 15, 20 - Junio - 1931)

El separatismo al desnudo

En nuestro último número quedaron suficientemente aclarados y denunciados los propósitos desmembradores. El Gobierno provisional derrotista sufre impávido el bombardeo de Maciá y se despoja cobardemente de toda autoridad en Cataluña. A los tres días de proclamarse la República, enterados de las extralimitaciones de Maciá, dijimos que frente al hecho revolucionario de Cataluña estaba asimismo el hecho revolucionario de España entera. Nosotros preveíamos que Maciá acentuaría a la postre el carácter revolucionario de su pobre gesta, y por eso pedíamos una urgente intervención revolucionaria que no se detuviera ni ante los posibles cuadros de fusilamiento.

Días pasados ha dicho, en efecto, Maciá que él se apoya en un hecho revolucionario. El Gobierno derrotista de Madrid no ha sabido responder con honor a esa procacidad. Ahora bien: sabemos que se acentúa la protesta del pueblo y que en toda España se prepara una ofensiva contra la minoría traidora que hoy sojuzga tiránicamente a Cataluña. Nosotros nos declaramos al servicio de esa ofensiva y procuraremos unificar los esfuerzos.

Pero hemos de salir al paso de una tendencia peligrosísima que con toda ingenuidad acepta un buen número de españoles. Indignados por la perpetua perturbación catalanista, exclaman un: «¡Que se vayan de una vez!» Esa pobre solución haría el juego rotundo a los traidores. Constituiría el éxito radical de los quinientos separatistas que hoy imponen sus gritos a Cataluña por la cobardía y la debilidad del Gobierno de Madrid. Nada de permitirse las fugas. Un pueblo que permite la desmembración de su territorio y que otorga sin lucha patentes de nacionalidad a los núcleos insumisos, es un pueblo degradado, hundido en la vileza histórica, sin voluntad alguna de conservación. Eso de «¡Que se vayan de una vez!» es una blasfemia, en la que incurren de buena fe un gran número de ingenuos.

El deber inflexible es otro. Cataluña no pertenece a un grupo de catalanes. Ni a la totalidad de los catalanes siquiera. Pertenece sí a España, es España, y los catalanes tienen derechos en Cataluña sólo en tanto son españoles. Conspirar contra España es conspirar contra sus derechos en Cataluña, es despojarse de su cualidad de catalanes.

Ni por sorpresa, ni por despecho, ni por las armas, consentiremos jamás la separación de Cataluña. ¿Conduce a eso una Revolución nacional, que debe tener como meta única la grandeza y la prosperidad de la Patria? ¿Se hace una Revolución para destruir la eficacia del pueblo, que es siempre eficacia de unidad? ¿Tolerará el coraje hispánico el suicidio de la Patria?

Es urgente iniciar la formación de núcleos combativos que se levanten a la primera voz de alarma. Suplantar la debilidad del Gobierno con acción directa del pueblo, que tome a su cargo, como otras veces en la Historia, la defensa última de su propio honor. Que se enlace con el pueblo catalán sano, al que suponemos ajeno a la conjuración perturbadora de los perturbados.

(«La Conquista del Estado», n. 15, 20 - Junio - 1931)

Por la derecha, por la izquierda y por el centro se encuentra el joven español con ancianidades invaliosas que le discuten el triunfo. Es terrible. Cada día resucita un viejo fantasma, con su voz cascajosa, sus ademanes cansados y su chalina.

La única verdad que admitimos en la hora española es que se trata de una rebelión de las juventudes. Pero a la vez núcleos jóvenes aplauden a los viejos caudillos y elogian los gestos fracasados. He aquí la contradicción. Los jóvenes medrosos son serviles, y se prenden a la cola del falso maestro o de la oquedad fanfarrona de los prestigiosos.

Ahí está aquel don Rodrigo Soriano, famoso mantenedor de gallardías decadentes. Ahí está, aspirante a la actualidad nacional, sin sentirse cadáver, discurseando y levantando polvaredas de -¿cómo se dice?- aplausos.

Pero, ¿en qué ha consistido la Revolución? Nosotros creíamos que, por lo menos, la conquista primera sería la de vernos libres de esas sombras finiseculares que ni saben, ni entienden, ni comprenderán nunca qué nuevos entusiasmos creadores llenan hoy el pecho de los españoles jóvenes.

Don Rodrigo viene del Uruguay, y ya en el Ateneo ha dicho muy serio que en esa minúscula República había que aprenderlo todo.

El truco es sencillo. Si hay que aprender mucho del Uruguay y don Rodrigo Soriano viene del Uruguay, la consecuencia es clara: encárguese al uruguayo don Rodrigo de la Presidencia del Consejo de Ministros.

¿Eh? ¿Qué tal? Esto es dialéctica.

(«La Conquista del Estado», n. 15, 20 - Junio - 1931)