Europa es ya hoy en su casi totalidad el campo de operaciones de ese espíritu juvenil y revolucionario a que nos hemos referido en la digresión primera. Nada difícil va a sernos destacar uno por uno los acontecimientos culminantes de la actual Europa, señalar los mitos creadores que la orientan e ilusionan, examinar su gesto y sus preocupaciones, y a la vez, mostrar cómo todas esas cosas, acontecimientos, mitos, gestos y preocupaciones, son un producto genuino y una manifestación cabal de las juventudes subversivas.
Desde hace quince años, Europa vive de un modo o de otro entregada a la experiencia trasmutadora. Las juventudes automesiánicas van imponiendo día a día sus características, y ganando batallas a los poderes de signo antiguo.
Soy de los que creen que apenas si ha entrado Europa en la etapa final de las realizaciones revolucionarias, y que por eso los episodios con apariencia de ser ya un producto y una cosecha en algún modo definitiva, es decir, episodios calmadores y frenadores de la subversión histórica, obtenidos ya de ella misma, son más bien floraciones y conatos representativos del nuevo orden y del nuevo sistema aún por venir.
Si pasamos revista a todo cuanto de un modo central, y hasta de un modo formal o episódico, viene ocurriendo en Europa, lo advertiremos impregnado de una misma esencia, que responde a un estilo de subversión, de ruptura, y sueña a cada paso con interpretar novedades radicales. Y ello, tanto en los nortes ideológicos, como en las manifestaciones de índole más superficial y externa. Asimismo, que sólo desplegando los resortes típicos y hasta brutales de las épocas trasmutadoras, con su bagaje de heroísmo, imposición y denuedo, han podido quizá ser abordados e incluso vencidos los obstáculos pavorosos de esta edad.
¿Qué vemos realmente en Europa? Después de la Gran Guerra, que vino a ser el aldabonazo que abría e inauguraba el proceso subversivo, han surgido en Europa los siguientes hechos capitales, cuya comprensión exacta es imprescindible para quienes deseen tener una idea clara acerca del presente europeo:
Pacifismo de postguerra.
Bolchevismo ruso.
Fascismo italiano.
Racismo socialista alemán.
Impotencia revolucionaria marxista.
Descomposición de las instituciones económicas y políticas de la burguesía.
El paro forzoso.
La uniformación política de las masas.
Rápida y brevemente vamos a justipreciar estos fenómenos, a desentrañar su sentido y a encajarlos en el proceso mundial hoy en curso bajo la acción de las grandes masas de juventudes.
I. Pacifismo, Sociedad de Naciones e imperialismo francés
1. LOS DOS PACIFISMOS
En la Gran Guerra fueron sacrificados unos diez millones de hombres. Realmente, si alguien lograse demostrar que todas esas vidas se inmolaron por capricho, sin ligazón profunda y verdadera a los más auténticos y solemnes designios de la historia, habría que declarar sin pérdida de minuto la estupidez y la brutalidad de la Europa que declaró e hizo la guerra. Pues, como si esa demostración se hubiese hecho, surgió, creció y se desarrolló en toda Europa una actitud pacifista, cuyo espectáculo, cuando sea contemplado a distancia, parecerá el responso más repugnante que podía dedicarse a los millones de hombres que murieron en campaña.
Jamas, en todo el transcurso de la historia, ha sucedido a una guerra un ambiente de tal miseria moral y de tal crisis de entereza como la que puso en circulación la atmósfera pacifista a raíz de 1918. Podemos distinguir dos pacifismos: uno, el pacifismo diplomático de los Estados, y otro, el pacifismo ingenuo que se quiso incrustar entre las grandes masas populares. El primero se domicilió y centró en Ginebra bajo el nombre de Sociedad de Naciones. El segundo pretendió llevar al ánimo de las gentes la creencia de que la última guerra debía ser de veras la última, y que había que decretar por tanto la proscripción absoluta de todas las guerras. Este último pacifismo integral fue acogido con verdadera fruición por los agitadores «oficiosamente» revolucionarios, estimándolo como uno de los resortes subversivos más eficaces.
2. GINEBRA, TRINCHERA REACCIONARIA
El pacifismo de Ginebra ha venido a constituir, de hecho, la fortaleza donde se han acumulado todos los poderes que intentaban desterrar de esta época el fatal signo subversivo que gravita sobre ella. No se olvide que lo que hace hoy crisis esencial y contra lo que principalmente se encaran las baterías trasmutadoras de que vienen provistas las juventudes, está constituido por las formas políticas, sociales y económicas características del espíritu burgués.
Realmente, la Sociedad de las Naciones no ha tenido nunca sino dos finalidades: una, garantizar en lo posible el cumplimiento del Tratado de Versalles, enguantando el puño terrible que impuso sus dictados; otra, asegurar en lo posible también el porvenir, poner vigilancia directa al mundo para que nadie burlase la vigencia del status quo surgido de la victoria. Estas dos finalidades se resumen de hecho en una: Seguridad para Francia, y no ya en sentido de asegurar su integridad nacional, es decir, de asegurarse contra el peligro de ser invadida, sino seguridad para el dominio mundial de Francia, seguridad para el imperialismo francés.
Es, pues, Ginebra la sede desde la que se intenta hoy, por la potencia más típicamente representativa de las formas de la civilización burguesa, es decir, por Francia, detener la marcha del mundo. Todos los cambios triunfales operados en Europa, y que han surgido ya con un cierto aire de servicio al espíritu revolucionario de las juventudes, han chocado con Ginebra. Recuérdense los primeros años del fascismo italiano, la constante lejanía de la Rusia bolchevique, y, por último, su divorcio absoluto con la Alemania nazi.
3. GINEBRA, CAPITAL METROPOLITANA DEL IMPERIALISMO FRANCÉS
El espíritu y los propósitos que informan a la Sociedad de Naciones nos conducen a pensar si puede considerarse en serio, como uno de los objetivos mundiales que requieren más desvelo, el garantizar la existencia y la seguridad de Francia. Colaborar en Ginebra, aceptar la significación del pacifismo de Ginebra, equivale de hecho a eso que hemos dicho: a hacer girar la inquietud y los intereses todos de Europa en torno a un objetivo, la seguridad de Francia.
Y claro que puede aceptarse fácilmente el derecho de Francia a existir. Pero hay enorme distancia de eso a sacrificarlo todo, incluso la justicia y los intereses históricos de Europa, por la tranquilidad de Francia. Cuando en la historia ocurre que el vivir normal de un pueblo produce como si dijéramos un atasco para los demás, ya puede suponerse qué destino le corresponde y sobreviene.
El imperialismo francés es de base pacifista. Y de tal modo que, como venimos diciendo, su capital metropolitana no es París, sino Ginebra. Hasta ese extremo, de recatar así su propio signo, llegan la habilidad y el artificio del sistema de postguerra. El imperialismo pacifista o el pacifismo imperialista, que tanto monta, es de esa índole de cosas que se sustentan y nutren con lo que les es contrario. Como quien se enriquece y hace millones vendiendo y difundiendo literatura bolchevique.
En cuanto a la derivación pacifista que podemos denominar integral, también su análisis nos entrega cosecha sorprendente. Resulta que, adoptada por los núcleos aparentemente más revolucionarios y subversivos, es de hecho una actitud regresista, cansada y conservadora. Su propósito es de una ingenuidad y de un optimismo infantiles. Consiste en un estado de ánimo que proscribe toda guerra, y que cree de veras en la supresión de las contiendas bélicas, borrándolas de la historia, y ello de tal modo que pueda, en efecto, señalarse con un mojón en la historia de la humanidad un momento del que quepa decir: hasta aquí, los pueblos hicieron entre sí la guerra; de aquí en adelante no han vuelto a tener lugar conflictos armados.
Realmente se comprende que quienes crean tan fácil eliminar en absoluto las guerras, tengan también la creencia de que se hacen a capricho, por frívolo designio de unos cuantos gobernantes o de un poderoso trust de constructores de cañones.
4. EL PACIFISMO INTEGRAL, ACTITUD CANSADA
El pacifismo integral, ese que llega incluso a difundir que la Patria no es una cosa suficientemente merecedora de que se muera por ella defendiéndola en una guerra, es la última gran llamarada del humanitarismo romántico, típica flor de la civilización burguesa. ¡Qué más quisieran ahora los bien avenidos con el orden existente, con las gracias marchitas y renqueantes del espíritu burgués, que el humanitarismo así entendido detuviera el brazo armado de ese alud juvenil propio de la época! Por eso identificamos la actitud de los pacifistas integrales, aquellos que todo lo sacrificarían antes que hacer la guerra, a una actitud cansada, desilusionada, quieta, es decir y en definitiva, conservadora y contrarrevolucionaria. ¿Cómo van a ser ellos las fuerzas motrices de un cambio radicalísimo, de una trasmutación profunda, cosa que por las resistencias que se les habían de oponer no podría realizarse sino desarrollando típicas actitudes de guerra? Este pacifismo integral, este apartamiento sistemático de lo heroico y la subestimación absoluta de las virtudes de la milicia, ha triunfado y se ha extendido sobre todo entre los obreros. La primera consecuencia ha sido debilitar su fuerza revolucionaria, permitiendo que sean, no sólo ellos, sino otros también quienes intenten manejar la fecundísima palanca subversiva. Pues si nunca está justificada una guerra, y a evitarla debe sacrificarse todo, también deben evitarse las revoluciones, y antes que hacerlas debe sufrirse asimismo todo, el paro, la injusticia, la explotación y la miseria.
La actitud pacifista, tanto la radicada en Ginebra como esta otra integral a que nos hemos referido, va desapareciendo de Europa. La primera, por absoluta ineficacia y desprestigio. La segunda, por ley vital y retorno a los hombres de su íntegro ser, después de la sima catastrófica de 1914.
Naturalmente que la guerra no parece nunca un bien apetecible. Pero es algo fatal, incrustado en el destino de los hombres, y hay que aceptarla con entereza, como otras muchas cosas de signo terrible que circundan nuestra vida. Desenmascarar el pacifismo que ha venido imperando desde la Gran Guerra no equivale a desear la guerra, ni a ser partidario de la guerra. Equivale a señalar el artificio y la infecundidad de un sentimiento basado en pilares erróneos y movedizos. Y a postular, después de la contienda bélica de 1914-1918, la recuperación por los hombres y por los pueblos de sus atributos normales de capacidad para el sacrificio heroico, ya que la época trasmutadora que vivimos los requiere sin duda para realizarse plena y cabalmente.
II. El bolchevismo ruso y la proyección mundial de la subversión roja
1. EL BOLCHEVISMO, REVOLUCIÓN NACIONAL RUSA
La conquista del Poder por el marxismo en Rusia es, sin ninguna duda, el primer fruto subversivo de la época actual, en el orden del tiempo. Cada día que pasa se hace más fácil comprender el verdadero carácter histórico de la revolución soviética, el papel que le corresponde en el proceso de realizaciones revolucionarias inaugurado a raíz de la Gran Guerra. Su legitimidad, entendiendo con esta palabra sus títulos a presentarse como una manifestación positiva del espíritu propiamente actual, es incuestionable. Ahora bien, apresurémonos a decir que esa contribución valiosa y positiva lo es en el grado mismo en que resultaron fracasadas y fallidas las apetencias más profundas que informaron sus primeros pasos.
En efecto, pudo creerse y pudieron también creer naturalmente los animadores rojos hacia 1920-21, que la llamarada soviética se disponía a ser la bandera única de la revolución universal, es decir, que toda la capacidad trasmutadora de nuestro tiempo iba a polarizarse y unirse en el único objetivo mundial de instaurar la dictadura proletaria, con arreglo a los ritos, a la mecánica y a los propósitos del marxismo. Tal creencia es ya hoy un error absoluto, y no tiene creyentes verdaderos ni en el mismo Comité supremo de la III Internacional. Y ello no porque resultasen falsas las características subversivas del presente momento histórico, es decir, no porque se haya abroquelado o impermeabilizado la época para toda hazaña revolucionaria, sino porque los moldes trasmutadores bolcheviques no se han ajustado ni han monopolizado los valores realmente eficaces de la subversión moderna.
La revolución bolchevique triunfó en Rusia no tanto como revolución propiamente marxista que como revolución nacional. El fenómeno no es nada contradictorio y tiene una explicación en extremo sencilla. En el año 1917, en plena guerra europea, culminaban bajo el cielo ruso todas esas bien conocidas monstruosidades que eran la base del régimen zarista. Una aristocracia rectora, extraña en absoluto al ser de Rusia, antinacional, que apenas hablaba ruso sino francés, y no tenía de su papel real en la vida rusa la más mínima idea. Una alta burocracia necia, venal y de funcionamiento irritante. Y sobre todo, en 1917, la realidad cruda de la matanza guerrera, a las órdenes de Estados mayores continuamente reñidos con la victoria, en plena y absoluta desorganización, bloqueadas y castigadas las masas por todas las furias imaginables, por el hambre, la desesperación y la impotencia. En esas condiciones, los bolcheviques eran los únicos que podían dar las consignas salvadoras de la situación, consignas que no eran otras que las de curar el dolor de cabeza cortando si era preciso la cabeza.
Había quizá que aniquilar completamente a Rusia para hacer posible sobre aquel suelo, y con aquellas grandes masas rusas supervivientes de campesinos, de obreros y de soldados, una sociedad nacional. Los bolcheviques eran los únicos, repito, que podían manejar sin escrúpulos una palanca aniquiladora de tal magnitud. Los únicos que podían jugar con entereza la carta que se requería, y que era nada menos la liquidación definitiva de la Rusia histórica. Su victoria y su triunfo parecen innegables. Jugaron la carta de Rusia y la ganaron. Incorporaron desde luego una cosa que en esta época no sólo no es nada despreciable sino principalísima y fértil: un nuevo sentido social, una nueva manera de entender la ordenación económica y una concepción, asimismo nueva, del mundo y de la vida. Con esos ingredientes han forjado su victoria. Pero entendámoslo bien: esa victoria no es otra que la de haber edificado de veras una Patria. Es una victoria nacional.
Que la revolución soviética sea en efecto la revolución mundial es cosa que parece ya resuelta en sentido negativo. Es más, la Rusia actual no sacrificaría un adarme de sus intereses nacionales por incrementar y ayudar una revolución de su mismo signo en una parte cualquiera del globo. No pondría en riesgo su vida, la vida de la patria rusa, ni comprometería esa arquitectura social, industrial y guerrera que ha edificado con tanto dolor y tanta ilusión a través de veinte años.
¿Puede ser la Rusia bolchevique un espectáculo normal para el resto del mundo? ¿No es una provocación y un peligro para los demás pueblos? Una contestación reaccionaria a esas dos interrogantes la consideramos en absoluto inadmisible. Desde el punto de vista del espíritu de la época, es decir, para quien de veras se sienta dentro de la realidad operante en esta hora del mundo, la Rusia bolchevique es una nación más, provista de un régimen social más o menos apetecible, en parte monstruoso y en parte interesante para nosotros. ¿Es que el reconocimiento de las naciones como tales se hace en virtud de similitudes de régimen y costumbres? ¿Depende del tipo de Código civil en ellas vigente?
2. LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE MUNDIAL, CONSIGNA FALLIDA
Ahora bien, hay que localizar como absurdo empeño, en el caso de que realmente se reproduzca, la consigna de bolchevización universal. La empresa está ya fracasada, sin victoria posible. Una aspiración así pertenece a la dimensión marxista ortodoxa que acompaña al bolchevismo, pero ya dijimos que el comunismo en Rusia no debe su triunfo, y menos su consolidación, al carácter marxista de la revolución sino a su carácter nacional, aunque éste resulte y sea un hallazgo imprevisto. Sin este objetivo de forja de la Patria rusa, posiblemente el régimen estaría ya hundido. Se ha salvado porque abandonó a tiempo, por su voluntad o sin ella, los gérmenes infecundos y erróneos que poseía. La derrota de los ejércitos rojos de Trotsky ante Varsovia señala el minuto mismo en que la realidad europea decretó la ilegitimidad de la revolución bolchevique como revolución mundial. La posterior eliminación de Trotsky, en el seno mismo de Rusia, y la dictadura sucedánea de Stalin corroboran también esa ilegitimidad. Stalin es el hombre que soñará quizá con la revolución universal roja, pero que por lo pronto se zambulle en la realidad rusa, y cree sin duda que la consigna más interesante es hoy hacer y construir en Rusia una gran Nación.
Repitamos que solo Lenin, sólo un marxista, podía sin pestañear conducir la estrategia revolucionaria de octubre. Sus famosos decretos a raíz del triunfo, y la decisión tremenda de edificar a sangre y fuego un orden revolucionario, constituyen los pilares básicos sobre que se apoya hoy la existencia nacional rusa. Que ésta dispone de todos los ingredientes y de todos los resortes necesarios para rodar por la historia como una Patria de los rusos parece ya un hecho incuestionable. Hay en la Rusia bolchevique una disciplina nacional única, es decir, una tarea que une y liga a todos los rusos, hay una obediencia social a las jerarquías gobernantes, hay una clase dirigente, una minoría con plena conciencia de su misión rectora, un ejército que maniobra y marcha al ritmo mismo del sistema, unas masas que en su sector más vivaz, y por tanto más poderoso, consideran ese sistema como algo de veras suyo, hecho y creado de raíz por ellas y para ellas. ¿Qué más se necesita para que pueda decirse que estamos en presencia de un estado nacional autentico?
Esa es, considerada de un modo objetivo, la contribución de Rusia a la subversión de la época. En trance de analizar el sentido de los hechos que vienen ocurriendo en Europa, es imprescindible señalarle un sitio, calificar el espectáculo soviético como una de las respuestas que el espíritu catilinario moderno ha dado a la evidente descomposición de las formas culturales, políticas y económicas del liberalismo burgués.
Más adelante, en el apartado V, nos ocupamos de los partidos comunistas mundiales, de su sentido dentro del fenómeno bolchevique y de la actuación marxista mundial.
III. El fascismo italiano. El segundo mensaje de las juventudes subversivas
1. FASCISMO Y MARXISMO, FRENTE A FRENTE
El triunfo del fascismo en 1922, y sobre todo su victoria definitiva contra todas las oposiciones en 1925, que es realmente el hecho que lo aposenta y consolida, equivale a la primera replica que dice NO a la revolución bolchevique mundial. El fenómeno tiene un interés culminante para percibir el cauce exacto por donde discurren las nuevas formas europeas. Pues ya hoy, a los trece años de régimen fascista, es ingenuo, y desde luego falso, pensar que Mussolini congregó en torno a los haces lictorios a las fuerzas pasadistas y regresivas de Italia para contrarrestar y detener la ofensiva bolchevique con la instauración de un Poder reaccionario. Esa interpretación del fascismo es absolutamente errónea, y si a los efectos de la batalla política, de la agitación y de la estrategia revolucionaria, la hacen suya los partidos y las organizaciones marxistas, es seguro que ni el más fanático de sus dirigentes lo estima y juzga de ese modo.
Mussolini organizó y dirigió el fascismo con arreglo a una mística revolucionaria. Y lo que de verdad hace de él un creador y un inventor, es decir, un caudillo moderno, es precisamente haber intuido o descubierto, antes que nadie, la presencia en esta época de una nueva fuerza motriz con posibilidades revolucionarias, o lo que es lo mismo, la presencia de una nueva palanca, de signo y estímulo diferentes a los tradicionalmente aceptados como tales, pero capaz también de conducir a la conquista revolucionaria del Estado.
El fascismo es de hecho la primera manifestación clara de que las consignas bolcheviques, no sólo no agotaban ni polarizaban en su defensa a todas las energías trasmutadoras de la época, sino que, al contrario, dejaban fuera a una zona poderosísima, asimismo subversiva y revolucionaria, y tan extensa, que sería llamada a usurpar al propio bolchevismo, en cruenta lucha de rivalidad, la misión de desarticular el sistema caducado de las formas demoliberales. Y crear un orden nuevo.
Fue en Italia, pues, donde quedó patentizada esa realidad, donde se evidenció el error en que se debatían los propósitos universales del bolchevismo. Y es curioso que algunos escritores socialistas, no bolcheviques pero sí revolucionarios, como el español Ramos Oliveira, achaquen la razón de que Mussolini venciese al marxismo en Italia «a que el leninismo se había inoculado en la mayoría del socialismo italiano». Quizá no se dan cuenta esos escritores de lo enormemente profunda que es su observación, pero no en el sentido de mera influencia táctica, sino en lo que la relaciona con la dimensión histórica del signo mundial bolchevique.
2. EL FASCISMO, FENÓMENO REVOLUCIONARIO
Que el fenómeno fascista pertenece al orden de los acontecimientos revolucionarios, nutridos con un estricto espíritu de la época, es para nosotros un hecho incontestable. ¿Qué hemos de pedirle en estos tiempos a un hecho político destacado para poderlo situar en la órbita revolucionaria, en la línea subversiva de servicio a la misión creadora y liberadora que corresponde a nuestra época? Sencillamente lo que sigue:
I) Que contribuya a descomponer las instituciones políticas y económicas que constituyen el basamento del régimen liberal-burgués, y ello, claro, sin facilitar la más mínima victoria a las fuerzas propiamente feudales.
II) Que al arrebatar a la burguesía el papel de monopolizadora de todo el timón dirigente, edifique un nuevo Estado nacional, en el que los trabajadores, la clase obrera, colabore en la misión histórica de la Patria, en el destino asignado a «todo el pueblo».
III) Que tienda a subvertir el actual estancamiento de las clases, postulando un régimen social que base el equilibrio económico, no en el sistema de los provechos privados, sino en el interés colectivo, común y general de todo el pueblo.
IV) Que su triunfo se deba realmente al esfuerzo de las generaciones recién surgidas, manteniendo un orden de coacción armada como garantía de la revolución.
Es evidente que el fascismo italiano admite ese cuadrilátero, y que los fascistas creen de veras que ése es el sentido histórico de la marcha sobre Roma. Ahora bien, que la subversión haya sido quizá en exceso modesta, que el grado de servicio concreto a la ascensión social y política de los trabajadores resulte asimismo pequeño, que el influjo de los viejos poderes antihistóricos, representativos de la gran burguesía y del espíritu reaccionario, sea aún excesivo, etc., todo eso, aun aceptado, no priva a la revolución fascista del carácter que le adscribimos, y admite explicaciones muy varias. Una de ellas, la de que todo régimen necesita una base de sostenimiento lo más ancha posible, y si el fascismo, por llegar a la victoria tras de una pugna con la clase obrera de tendencia marxista, se vio privado de la debida adhesión y colaboración de grandes núcleos proletarios, tuvo que apoyarse más de lo conveniente en una constelación social distinta.
Mussolini rectificó, con el fascismo, la línea que los bolcheviques se afanaban en presentar como la única con derecho a monopolizar la subversión moderna. Para ello, lo primero fue considerarla como desorbitada y monstruosa en su doble signo primordial y característico: la dictadura proletaria y la destrucción de «lo nacional», es decir, el aniquilamiento político absoluto de todo lo que no fuese «proletario», y el aniquilamiento histórico, igualmente absoluto, de «la Patria».
El fascismo estaba conforme, sin duda, en reconocer la razón histórica del proletariado, la justicia de su ascensión a ser de un modo directo una de las fuerzas sostenedoras del Estado nuevo. No aceptaba su carácter único, su dictadura de clase contra la nación entera, y menos aún que eso aceptaba el signo internacional, antiitaliano, de la revolución bolchevique.
Mussolini demostró con sus «fascios» que no podía ser exacta la imputación que los «rojos» hacían a «toda la burguesía», es decir, a todo «lo extraproletario», de ser residuos podridos y moribundos. Para defensa de Italia, para machacar una revolución que él creía en aquellos dos ordenes monstruosa e injusta, movilizó masas de combatientes, extraídos de aquí y de allí, en gran parte procedentes de los sectores señalados por los marxistas como moribundos y podridos. Su actuación, heroica en muchos casos, al servicio, no del orden vigente y de la sensatez conservadora, sino de una posible revolución «italiana», se impuso como más vigorosa, más profunda y popular que la actuación paralela desarrollada por el bolchevismo.
El fascismo reveló la existencia de unas juventudes, de una masa activa, extraída en general de las clases medias, que se montaba sobre la pugna de las clases, contra el egoísmo y el pasadismo de la burguesía y contra el relajamiento antinacional y exclusivista de los «proletarios». E hizo de esas fuerzas una palanca subversiva, desencadenada contra lo que de veras había de podrido y moribundo en la burguesía, que era su Estado mohoso, su democracia parlamentaria, su cazurrería explotadora de los desposeídos con la artimaña de la libertad, su sistema económico capitalista y su vivir mismo ajeno y extraño al servicio patriótico y nacional de Italia. Ahora bien, esa palanca no podía ser a la vez una revolución anti-proletaria, anti-obrera. Eso lo vio y tenía que verlo Mussolini, antiguo marxista, hombre absolutamente nada reaccionario, para quien la primera verdad social y política de la época, verdad de signo terrible para quien la ignore, consistía en la ascensión de los trabajadores, en su elevación a columna fundamental del Estado nuevo.
3. LOS INTERESES ECONÓMICOS DE LAS GRANDES MASAS
Júzguese lo difícil y delicado de una revolución como la fascista de Mussolini, que habiendo sido hecha en gran parte contra la conciencia proletaria, mantenida fiel al marxismo, tenía, sin embargo, que realizar la misión histórica de elevar a la clase proletaria al mismo nivel de influencia que los actuales grupos dominantes de la burguesía.
Por su propio origen, por ese carácter suyo de haber tenido que batirse contra una de las fuerzas motrices evidentes de la subversión moderna a que asistimos, el fascismo se resiente y quizá —o sin quizá— se rezaga en el cumplimiento de aquella misión histórica. Ha machacado, en efecto, las instituciones políticas de la burguesía, y ha dotado a los proletarios de una moral nueva y de un optimismo político, proveniente de haber desaparecido las oligarquías antiguas; pero, ¿ha machacado asimismo o debilitado siquiera las grandes fortalezas del capital financiero, de la alta burguesía industrial y de los terratenientes, en beneficio de la economía general de todo el pueblo? Y además, ¿va realmente haciendo posible la eliminación del sistema capitalista y basando cada día más el régimen en los intereses económicos de las grandes masas? No parece suficiente que los obreros formen en la milicia fascista y participen en la misma medida que otras clases en el sostenimiento político del Estado, si a la vez que eso no adopta el Estado fascista la creencia de que es, precisamente, elevando el nivel económico de los trabajadores como se fortalece de hecho la potencia verdadera del Estado italiano.
Fácilmente se adivinan los peligros de que resulte a la postre en ese aspecto fallida la revolución. Claro que eso no quitaría al fascismo el carácter que ya tiene, pero sí evidenciaría su fracaso histórico, su carácter de cosa inacabada, de tentativa, de conato. Su marcha sobre Roma recordaría entonces más a la marcha sobre Roma de Sila que a la de Julio César, y su etapa de mando más a un período conservador y regresista que a uno revolucionario y fértil.
4. EL ROBUSTECIMIENTO DEL ESTADO MEDIANTE LA INCORPORACIÓN DE LOS TRABAJADORES
Por el momento, la eficacia fascista, en cuanto a haber logrado la colaboración proletaria, parece superior a la de la democracia burguesa. No puede ponerse en duda que los obreros italianos están hoy más identificados con el Estado fascista que los obreros franceses, por ejemplo, con el Estado democrático-parlamentario de Francia. Este hecho puede proceder de una situación sentimental, lo que significaría su carácter transitorio y movedizo, más que de una realidad social-económica, lo que le proporcionaría un valor más firme, pero es un hecho existente y formidablemente representativo.
El Estado fascista ve ante sí la posibilidad de acrecer su fuerza histórica, haciendo que la incorporación proletaria represente para él la misma eficacia que la incorporación de la burguesía, con la revolución francesa, supuso para el Estado napoleónico. Es evidente que la sorpresa de Europa, ante la pujanza imperial de Napoleón, procedía de que Europa desconocía, al parecer, que la primera consecuencia del hecho revolucionario de 1789 fue vigorizar considerablemente el Estado con la ascensión política de la burguesía. Esto, hoy lo vemos con claridad solar. Antes de 1789, el Estado no tenía otro poder que el emanado de estas tres fuerzas: el rey, la nobleza y la Iglesia. La revolución francesa puso el Estado sobre las anchas y poderosas espaldas de la burguesía, grande y pequeña, y las consecuencias las aprendió Europa a través de las jornadas imperiales de Napoleón. No se olvide que el espíritu bonapartista era el mismo espíritu jacobino hecho jerarquía y disciplina, es decir, milicia.
Pues bien, parece que no escapa a la perspicacia y a la agudeza histórica y política de Mussolini que sólo, en tanto consiga realizar con los trabajadores un fenómeno similar, logrará para el Estado fascista verdadera trascendencia, y para Italia verdadero imperio.
Las dificultades del fascismo italiano para la realización plena de semejante perspectiva histórica son enormes. En lo que hemos escrito están insinuadas las de linaje más peligroso. Quizá el fascismo, agobiado por el problema de asegurarse férreamente desde el principio, está ligado con exceso a viejos valores, cuya vigencia perturbaría casi por entero la ambición histórica a que nos venimos refiriendo.
5. EL FASCISMO Y LAS INSTITUCIONES DEMOBURGUESAS
Mussolini desmoronó con gran sentido revolucionario las instituciones políticas de la burguesía. Deshizo el parlamento, destruyó las oligarquías partidistas y acabó con el mito de la libertad política, cosas todas ellas que no vacilamos un solo minuto en señalar como un servicio a la subversión moderna. No hay, en efecto, nada más insólito y deprimente que ver hoy a las masas concediendo el más mínimo crédito a esos reductos políticos de la democracia parlamentaria, cuya vigencia, además de desmoralizar y corromper a los partidos obreros, asegurará siempre la victoria a la burguesía, dueña del dinero, y, por tanto, monopolizadora de la gran propaganda, de la prensa y de todos los resortes del triunfo electoral.
Efectivamente, la revolución fascista tiene en su haber el desmoronamiento real y teórico de las formas políticas demoburguesas. Y aunque ello sea apreciado, desde el sector marxista mundial, como una vigorización de las posiciones de la burguesía, ya que robustece su seguridad con instituciones más firmes que las parlamentarias, las consecuencias históricas que en nuestra opinión deben deducirse de aquel hecho son precisamente de linaje contrario. Pues desplazada la burguesía de las formas políticas y de las instituciones que le son propias, aquellas que son una típica creación suya y a cuya vigencia debe de hecho su desarrollo económica y su fuerza social, es notorio que resulta a la postre debilitada como poder histórico y político.
Arrebatar en un país a la burguesía su democracia parlamentaria, su culto al libre juego económico y político de las energías individualistas, y ello de un modo definitivo, sistemático y doctrinal también —es decir, no al estilo de transitorias dictaduras reaccionarias, de esas que dejan resquicios para el futuro y a las que desde luego el buen burgués aplaude, como aquí en España aconteció con el general Primo de Rivera—, arrebatarle todo eso en la forma que lo hace el fascismo, con cierto sabor catilinario y adoración pública a los mitos de imperio, acción directa y coacción absoluta, es, no lo dude nadie, iniciar la descomposición radical de la burguesía como clase rectora y predominante. En resumen, que el espíritu burgués, y de ello trataremos en otro capitulo posterior, no respira a sus anchas en la atmósfera del fascismo, no está en él ni se mueve en su seno como el pez en el agua o el león en la selva. No está en su elemento. Esto nos conduce a extraer una consecuencia: el fascismo no es una creación de la burguesía, no es un producto de su mentalidad, ni de su cultura, ni menos de sus formas de vida.
Quizá acontece con el fascismo lo que ya apuntábamos en relación con el régimen soviético. Que son fenómenos típicos de la subversión que se empieza a desarrollar en nuestra época, y fenómenos con características de índole nada definitiva ni conclusa, sino más bien como las primeras erupciones, anunciadoras de algo aun sin sobrevenir. Por eso, abundan en ellos contradicciones que no se presentan nunca en sistemas definitivos, acabados y perfectos. Así resulta que el marxismo, doctrina internacional y extraña en absoluto a la idea de Patria, salva a Rusia «nacionalmente», fenómeno por lo menos tan extraño como el de nacer un almendro donde se hubiese hecho la siembra de un naranjo. Y que el fascismo italiano, victorioso contra los «proletarios», y en muchos aspectos —no el menor en el de su financiación— aupado por la gran burguesía, tenga que ser quien busque el robustecimiento de su Estado en la adhesión y la colaboración de los trabajadores.
IV. Racismo socialista en Alemania
He aquí otro gran fenómeno de la subversión moderna que ha crecido y ha triunfado, no sólo fuera de la órbita bolchevique, sino en oposición a ella. Ahora bien, para comprenderlo en su sentido más exacto, lo primero que se requiere es despojarlo de las calificaciones «fascistas». Pues ningún valor esencial, ninguno de los ingredientes sustantivos que caracterizan al movimiento nacional-socialista y a los que quepa señalar como determinantes de su victoria, procede del fascismo italiano. La forma del saludo, el uniforme de sus masas y la rígida disciplina a un jefe, son dimensiones de él verdaderamente superficiales y episódicas, sin trascendencia alguna como vértebras de la revolución.
1. ¿QUÉ ES «LO NACIONAL»?
Una vez más, como en las consecuencias últimas del bolchevismo, como en una de las categorías fundamentales del fascismo, nos encontramos aquí con un fenómeno «nacional», con algo que ocurre y sucede en la órbita de «lo nacional», y dentro de ella se justifica por entero. Pero claro que hay que precisar la expresión. Porque nada de signo más diferente que la significación de «lo nacional» para un bolchevista ruso, para un fascista italiano y para un social-racista alemán.
Lo nacional en el bolchevique ruso es un hallazgo inesperado, un valor que aparece de pronto en el camino histórico de su revolución, una consecuencia, algo que configura realmente su esfuerzo y que acoge, desde luego, con verdadero júbilo.
En el fascista italiano, lo nacional viene a ser una turbina generadora de entusiasmo, una necesidad ideal, sin cuya existencia se sabe degradado, reducido a la vileza histórica. Es una mezcla de sueño, de fantasía, de mito.
El nacional-socialista alemán vive ese concepto como una angustia metafísica, operando en él un resorte biológico y profundo: la sangre. Es, por ello, racista. Alemania es, pues, para él un organismo viviente, que marcha por la historia en plena zozobra, entre acongojada y fuerte, sostenida en todo momento por el espíritu de sacrificio y la vitalidad misma de todos los alemanes.
2. LA SÍNTESIS NACIONAL-SOCIALISTA
La síntesis de «lo nacional» y de «lo social», que es para los observadores y comentaristas extranjeros la suprema dificultad vencida por Adolfo Hitler, aparece a la luz del racismo socialista como una empresa de pasmosa sencillez. La agitación en torno a los problemas de índole social-económica, la tarea de abordar sus crisis y delimitar ante las masas los propios trastornos y perjuicios que le sobrevienen, resulta en los demás pueblos una cosa en extremo árida, cuya única emoción posible es, si acaso, de índole negativa, a base de ofertas demagógicas que satisfagan las apetencias concretas de los grandes auditorios. Pero en Alemania se produce una variante fundamental, de clarísimo signo racista, y cuyo manejo ha proporcionado realmente a Hitler la victoria. Pues la desgracia de cada alemán no es sólo suya, coincide y se identifica con la desgracia de Alemania, de la Patria entera.
Cuando Hitler, en sus discursos patéticos ante aglomeraciones enormes de alemanes, presentaba el panorama terrible que ofrecía el pueblo alemán, arruinado, en paro forzoso, en peligro permanente de verdadera esclavitud económica, sumido en la desgracia, los éxitos más resonantes y la emoción más profunda de las masas los conseguía al deducir las consecuencias que todas esas miserias acarrearían a Alemania, y por tanto, cómo era imperioso, imprescindible y urgente restituir a los alemanes el pan y el bienestar, para hacer posible de nuevo una gran Alemania. Claro que esta especie de apelación a la Patria alemana permitía a su vez a Hitler señalar ante las grandes masas, como originadores y culpables de sus desdichas de índole material, no a unas ideas erróneas, ni tampoco a meras abstracciones, sino a enemigos concretos, enemigos de Alemania misma como nación, y sobre todo, bien visibles y señalables con la mano: De una parte, el judío y su capital financiero; de otra, el enemigo exterior de Alemania, Versalles, y sus negociadores, firmantes y mantenedores, es decir, los marxistas y la burguesía republicana de Weimar.
El pueblo alemán comprendió y entendió «la voz» de Hitler, que le hablaba de veras a lo más profundo y real de su naturaleza. Que sublimaba sus angustias diarias, dándole relieve heroico y suprema categoría de catástrofe nacional alemana. Iba así comprendiendo el obrero en paro forzoso, el industrial en ruina, el soldado sin bandera, el estudiante sin calor, el antiguo propietario sin fortuna, toda la gran masa, en fin, de gentes como desahuciadas y preteridas por el sistema vigente, que todas sus miserias y toda su desazón eran producto de un gran crimen cometido contra Alemania, crimen ocultado al pueblo por la cobardía y la traición de «los criminales de noviembre», edificadores del régimen de Weimar y verdaderos cómplices de todos los actos realizados contra Alemania. Pues constituían partidos y sectas cuyo espíritu era absolutamente ajeno al espíritu de Alemania, manejados por el judío y elaborados por gentes de otras razas, invasoras y aniquiladoras de la gran raza alemana.
Así comenzaron los alemanes a levantar su ánimo, a sobreponerse, a «despertar». («Deutschland, erwache!» «¡Alemania, despierta!», era el grito atronador y permanente de los nazis) Pues no se conoce medicina más eficiente, recurso más seguro, para devolver las energías a un pueblo preterido y en desgracia, que mostrarle con el dedo los poderes y las fuerzas culpables de su preterición, de su angustia y de su miseria.
3. NO UN SOCIALISMO PARA «EL HOMBRE», SINO PARA «EL ALEMÁN»
Bien sencillo es, pues, el complejo emocional a que obedece el racismo socialista. Pues estamos en presencia de una idea social, de un socialismo, cuyo móvil reside, no en la necesidad de conseguir justicia para los alemanes, como hombres a quienes priva de bienestar un régimen económico injusto, sino más bien en la idea de conseguir para Alemania, como pueblo, como raza, como unidad viviente, el régimen social mejor y más justo.
Por eso, el anticapitalismo del hitleriano es diferente al anticapitalismo del marxista. Aquél ve en el régimen capitalista no sólo un sistema determinado de relaciones económicas, sino que ve también al judío, añade al concepto económico estricto un concepto racista. La idea antijudía y la idea anticapitalista son casi una misma cosa para el nacional-socialismo. Y es que, como hemos dicho, el alemán objetiva su problema particular en Alemania, y su inquietud socialista persigue en todo momento una ordenación en beneficio de la raza entera.
El marxismo dejaba, pues, intactas en el alemán sus reacciones más íntimas y vigorosas. Resbalaba episódicamente por su superficie, y sólo en los falsos alemanes, es decir, en los individuos naturalizados en Alemania pero extraños a la voz de la sangre, al mito de la raza, podía constituir una actitud más profunda.
No es, pues, «el hombre», sino «el alemán», quien resulta así objeto estimable para el socialismo racista. Por eso, el programa de Hitler establece con claridad diferencias entre los que denomina «ciudadanos alemanes» y los otros, los demás que como extranjeros residan en Alemania, reivindicando sólo para aquéllos el derecho a participar del acervo económico y de las posibilidades económicas de Alemania.
4. AL SERVICIO DE LA SUBVERSIÓN
El movimiento hitleriano polarizo desde luego en torno a su cruz gamada la capacidad subversiva de las juventudes. Es ese hecho, ese detalle, lo que hace de él un fenómeno moderno, situado en la línea trasmutadora, y lo que lo reafirma como valor revolucionario en el proceso mundial en desarrollo.
También su victoria se ha producido ante los ojos atónitos de los «revolucionarios» tradicionales. Diez o doce millones de marxistas han sido testigos bien cercanos, asistiendo, con el parpadeo veloz de la extrañeza, al espectáculo de unas multitudes catilinarias en pos del mando, sin necesitar nada del marxismo, prescindiendo de él para su estrategia ascensional y subversiva. Un fenómeno típico de rivalidad, en el que una revolución triunfa sobre otra llegando antes a la meta del Poder.
¿Quién puede dudar que las masas hitleristas, aquellas gentes del uniforme pardo y la juventud sobre los hombros, eran más revolucionarias y subversivas que los otros, los buenos social-demócratas, embutidos en sus Sindicatos y rebosando sensatez y años por sus poros? Aquéllos resultaban los verdaderos disconformes, los verdaderos movilizados para la tarea trasmutadora. Y también, los que realmente estaban provistos de la energía y la decisión necesarias para dar la cara a las dificultades de Alemania.
El episodio de la toma del Poder por Hitler, así como el proceso posterior y los hechos posteriores que le convirtieron en conductor único y supremo del Reich, tiene asimismo el signo de cosa fatal, directa y segura, de algo cuyo soslayo y escamoteo resulta vano e imposible. Todas las resistencias y todas las dificultades fueron movilizadas para detener la marcha nacional-socialista, para desmoronar sus efectivos y para desvirtuar a la hora final su peculiaridad revolucionaria. Nada sirvió de nada. Pues la mecánica del hitlerismo manejaba las fuerzas motrices esenciales, y lo arrolló todo con el paso más firme y la fe más ciega. Tomó el Poder del modo más adecuado, sencillo y natural, según corresponde a un estratega que sabe el secreto de estos tiempos, es decir, la diferencia que hoy es forzoso establecer entre el problema de la toma o conquista del Poder y el problema revolucionario, el de hacer una revolución, cosa en extremo seria y complicada, que necesita algún tiempo y ser desligada estratégicamente de la primera.
5. DESPUÉS DE LA MURALLA MARXISTA, LAS OTRAS DOS: LA OLIGARQUIA MILITAR Y LOS JUNKERS
Hitler recibió el Poder, no sin dificultades enormes, no sin poner a prueba su fe en los destinos finales del nacional-socialismo, no sin verse obligado a negociar concesiones, y hasta casi tolerar su entrada en la Cancillería amordazado por los junkers.
Los junkers, los señores, fueron quienes desarrollaron la última maniobra táctica para impedir la «revolución nacional-socialista». Le abrieron a Hitler la fortaleza de la Cancillería, creyéndolo ya reducido y dispuesto a ahogar él mismo la revolución, a desarrollar una política que bebiese sus inspiraciones en la línea tradicional, prusiana y reaccionaria de los junkers, y permaneciese seca y muda ante las apetencias subversivas de las propias masas nazis.
Es sabido cómo el general von Schleicher, horas antes de la ascensión de Hitler al Poder, organizó un golpe de Estado militar, con las guarniciones de los cantones de Berlín, y buscó la adhesión de los Sindicatos socialdemócratas para que le apoyasen de flanco con una huelga general. La vacilación de estos elementos, que no estaban para revoluciones ni aventuras, permitió que se cumpliera el plan de los junkers, de formar un gobierno Hitler, en el que éste no tuviera mayoría. Hitler hizo todas las concesiones que se le pedían, aceptó la mínina representación de dos ministros, se prestó a tapar el escabroso asunto de «la ayuda al Este», etc. Pero Hitler sabía bien que la victoria era, en el fondo, ya por entero suya. Después de dejar atrás, vencida, la enorme mole del marxismo, después de dejar también atrás reducida la potencia militar de Schleicher, ahora el forcejeo con aquellos junkers, con aquellos pequeños grupos osados pero sin vigor ninguno, le parecía un puro juego infantil, y si le infundían algún respeto era porque detrás de los junkers estaba todavía vivo, en la Presidencia del Reich, el viejo mariscal Hindenburg.
Los dos o tres meses de colaboración y pugna con los «señores» constituyen la película más interesante en orden a la potencia arrolladora del nacional-socialismo, advirtiéndose la destreza y naturalidad con que los acontecimientos se le entregan, aun a costa de contundencias visibles que pusieron espanto en el ánimo de los junkers, y le indicaron con gesto elocuentísimo la pérdida absoluta y radical de la batalla.
¿Hasta qué punto se realizará la revolución nacional alemana y qué destino le espera? Las jornadas de castigo en junio de 1934 demostraron su enorme capacidad patética y dramática. En ellas murió Strasser, el nacional-socialista más identificado con los intereses verdaderos de las grandes masas populares, y en ellas hizo su aparición por vez primera ante las juventudes el espectro de la desilusion y del desaliento. Todo parece hoy conjurado, y Hitler, al frente de los destinos de Alemania, al frente de setenta millones de alemanes, escoltado por los dos mitos de la raza y de la sangre, es y constituye, sea cual fuere su ulterior futuro, uno de los fenómenos más patéticos, extraordinarios y sorprendentes de la historia universal.
Ahí queda otra gran respuesta, otra gran manifestación del gigantesco espíritu subversivo que hoy opera con jurisdicción mundial.
V. La impotencia o incapacidad revolucionaria del marxismo
En las páginas dedicadas al fascismo italiano y al racismo socialista alemán, hemos dejado ya insinuado y perfilado el hecho. No se acepta con facilidad, y menos que nadie, claro es, lo aceptan los marxistas, que, realizándose en esta época un designio a todas luces de índole subversiva, no sea el marxismo, como doctrina revolucionaria y como bandera revolucionaria, quien interprete y dirija los cambios que se vienen produciendo en Europa. Pues en los umbrales mismos de esta era, cuando se iniciaron con el bolchevismo ruso los acontecimientos subversivos, el marxismo parecía recoger todas las energías revolucionarias y, por su propio prestigio y significación entre los proletarios, parecía también ser el llamado a efectuar con éxito las transformaciones económicas y políticas que se presentían.
Ahora bien, que no ha sido ni ha resultado así, no nos parece a estas alturas de mayo de 1935 una afirmación teórica ni especulativa, sino una afirmación real, basada en los hechos incuestionables que vienen sucediéndose.
Y a pesar de eso, el marxismo ha sido quizá el movimiento político-social más fértil desde hace siglo y medio, desde la Revolución francesa, y uno entre los cinco o seis más importantes de todo el último milenio. Sin embargo, el marxismo se aleja a gran velocidad de los planos triunfales, y queda fuera de las trasmutaciones que se realizan, aun figurando éstas revestidas de un signo social evidente, y de perseguir, como uno de sus más valiosos objetivos, la ascensión de los «proletarios» a categoría de soportes y sostenedores del Estado.
No creemos que sea ajena, a la incapacidad revolucionaria del marxismo, la presencia de unos cuantos factores, que escoltan, limitan y definen sus contornos, dejando fuera, a extramuros de él, fuerzas numerosas, asimismo disconformes, nada responsables del sistema económico capitalista, y provistas de una gran capacidad para el entusiasmo, la lucha política y el descubrimiento de formas sociales y políticas nuevas.
Esos factores son claramente:
1. EL TRIUNFO DEL BOLCHEVISMO EN RUSIA
El frente marxista mundial ha quedado en efecto quebrantado, de un modo paradójico, con la victoria soviética. Y ello no sólo por la consecuencia inmediata de dividirlo en dos fracciones, en dos internacionales y en dos banderas. Sino por algo más profundo y de consecuencias más graves. Desde 1921, fecha que podemos señalar como término del comunismo de guerra y de la guerra civil contra los ejércitos contrarrevolucionarios blancos, y asimismo fecha de comienzo de una edificación, que pudiéramos llamar normal, de la economía socialista en Rusia, la influencia subversiva de la revolución soviética se debilita y disminuye en los demás pueblos.
Evidentemente, los ejércitos rojos en campaña eran de una mayor eficacia para las propagandas marxistas que las películas de electrificaciones, las revistas gráficas, con los bustos broncíneos de los proletarios, y las grandes obras públicas del régimen. La hora bolchevique fue ésa, el bolchevismo de guerra. Lenin lo vio con absoluta claridad. Las famosas 21 Condiciones, dictadas por él mismo como definición de lo que era y tenia que ser la III Internacional, se encaminan a ligar la revolución mundial bolchevique con los períodos heroicos y «ascendentes» de la revolución rusa. En su Condición 3.ª, se declara que en Europa y América «la lucha de clases entra ya de lleno en el período de la guerra civil». Pero sucedió que la revolución rusa quedó la única triunfante, que fracasó el bolchevismo húngaro, que fracasaron los bolcheviques alemanes, y que, como tenía necesariamente que ocurrir, la III Internacional, radicada en Moscú, perdió en absoluto el contacto con la realidad, dictó consignas que en muchos momentos alcanzaron un signo de veras pintoresco. Quedó, en resumen, reducida, al convertirse Rusia en «Patria bolchevique de los rusos», a una organización de propaganda y espionaje, al servicio del imperialismo y de los intereses moscovitas.
Los partidos comunistas mundiales evidenciaron muy pronto su impotencia para la conquista revolucionaria del Poder, y, donde lo tomaron episódicamente, como en Hungría y Baviera, la imposibilidad de retenerlo para edificar un régimen socialista. Con ello quebró la base combatiente de que disponía el marxismo, pues los cuadros comunistas eran, en efecto, la selección revolucionaria de la falange marxista mundial.
En tal situación, los grupos bolcheviques, cada día más picudos y enemistados con las clases medias que ascendían a un plano de «conciencia revolucionaria social», no han cumplido otra misión que la de actuar de eficacísimos «provocadores», para desencadenar el triunfo fascista en Italia y el racismo de Hitler en Alemania. Nada más.
La revolución rusa, triunfante, quitó además al marxismo su mito creador, su esperanza en algo de veras nuevo, que polarizase la ilusión de las grandes masas hacia objetivos en absoluto vírgenes. No es lo mismo hacer frívolamente una revolución, «para instaurar lo que en otro país hay», el régimen de Rusia, que hacerla respondiendo a una conciencia radicalmente subversiva y disconforme, producto verdadero de las realidades cercanas sobre que operan siempre las revoluciones.
¿Y el marxismo no bolchevique? ¿Y los partidos socialistas? Realmente, los hechos europeos advierten que han tenido casi el mismo destino que los partidos comunistas. Pues su apartamiento y distanciación de ellos no les proporcionó las ventajas que eran de esperar, es decir, la absorción de otros elementos, la ampliación de su base, recogiendo las apetencias subversivas de toda la juventud, de las clases medias, no proletarizadas, pero sí estrujadas y hundidas por el gran capital financiero. Los partidos y las organizaciones socialistas no eran en general «una estrategia revolucionaria distinta» a la del bolchevismo, sino más bien la renuncia a toda estrategia revolucionaria, con lo cual, si ampliaron algo su base, fue por la simpatía que encontró esa actitud en los sectores sociales burgueses de carácter más liberal, es decir, más contrarrevolucionario e inoperante. Las rectificaciones han sido, asimismo, desafortunadas, según ha podido verse en febrero de 1934 en Austria y, en el octubre siguiente, en España.
2. LA CONSIGNA DE EXCLUSIVIDAD CLASISTA. LA DICTADURA DE LOS PROLETARIOS
He aquí otro de los factores que no debe olvidarse. El dogmatismo marxista, por excesiva fidelidad a la letra, al pie de la letra, ha inutilizado quizá uno de los postulados más fértiles: su carácter de doctrina al servicio de los trabajadores, de los proletarios, y su formidable tendencia a hacer de éstos una fuerza histórica positiva. Es lo que hemos expresado ya páginas atrás con la frase de «incorporación de los trabajadores a las tareas políticas y sociales de signo rector y dirigente». Pero el marxismo desorbito con rigidez ese mismo propósito, con la conocida consigna de la dictadura del proletariado, decretando así la no colaboración y la desaparición misma de todos los valores revolucionarios extraños a un signo de clase.
El marxismo dejó así, fuera, una zona social extensísima, compuesta precisamente por gentes que eran un producto de las formas económicas más nuevas, gentes de clasificación difícil, porque no representaban interés alguno particular propiamente capitalista, y a la vez no formaban tampoco entre los asalariados, esto es, pequeños industriales sin capital, oficinistas de grandes empresas, toda la juventud universitaria y los pequeños propietarios cultivadores de sus tierras. No era posible que esos núcleos sociales admitieran, sin más, ser enrolados en una consigna tan hermética, cerrada y rigurosa como la consigna marxista de la dictadura proletaria. Y ocurre además que toda esa zona de gentes aumenta cada día su fuerza numérica, y alcanza cada día asimismo, más aún que los asalariados, un papel de víctima de la crisis y peripecias por que atraviesa el sistema capitalista. El marxismo ha impedido que identifiquen su lucha con la de los proletarios, y de ahí que unidos a los intelectuales nacionalistas, y con un estilo subversivo, de batalla, hayan abierto su camino, otro camino, dando vida en Italia al fascismo, en Alemania al racismo socialista, y en otros puntos sigan sin norte propio, o, como en España, proporcionen triunfos electorales a las derechas capitalistas y burguesas (noviembre de 1933).
La consigna de la dictadura del proletariado es, además, estratégicamente ingenua. Comienza, sin obtener beneficio alguno de ello, por adelantarse a todo el proceso de la revolución, y presentar como primer objetivo el poder proletario. La revolución francesa, la revolución de la burguesía, dialécticamente explicada por el marxismo como su antecedente histórico, no se hizo por la burguesía con una conciencia exclusivista de clase, es decir, no se desarrolló bajo la consigna de «¡todo el poder para la burguesía!», aunque ésta fuere la consecuencia, sino que postuló unas reformas políticas y sociales, las que naturalmente, una vez impuestas e implantadas, o en camino de serlo, pusieron el Poder íntegro en sus manos.
3. SU DESCONOCIMIENTO DE «LO NACIONAL»
Otro factor, otra gran trinchera fuera de su órbita. Después de la Guerra, después de diez millones de hombres muertos por la defensa de sus Patrias, la idea nacional se reveló como una de las dimensiones más profundas que informan la vida social del hombre. El internacionalismo marxista declaró a «lo nacional» fuera de toda emoción revolucionaria, quedando así privado de una de las grandes palancas subversivas, bien pronto recogida en Europa y adoptada como lema de salvación por grandes multitudes. La idea de Patria y la defensa de la Patria son en efecto rotulaciones evidentes de la reacción política, y muchas veces, la mayor parte de las veces que se las invoca por los sectores regresivos, se hace en rigor escudando en ellas sus privilegios económicos. Pero todo eso no indicaría sino la bondad del acero de ese escudo, la eficacia de la idea nacional como plaza fuerte, lo que debía producir en los revolucionarios, más que su afán de negar la Patria, y de incluso desconocer su existencia, el afán contrario de conquistarla para la revolución.
4. EL MARXISMO SUBESTIMA VALORES REVOLUCIONARIOS DE MÁXIMA EFICACIA
Parece evidente que el marxismo no ha logrado poner al servicio de su acción revolucionaria la totalidad de los resortes emocionales, formales y prácticos que en la época actual existen. Su empuje subversivo, su lucha revolucionaria por el Poder, han carecido de fortuna. Su estrategia está estudiada para la pugna con los sistemas demoliberales y hasta dominada por cierta optimista creencia de que su hora, bajo el signo de la sucesión histórica, llegaría sin necesidad de muchos cataclismos.
Así, el resorte de la huelga general, el de adoptar posiciones de linaje antimilitarista y antiheroico, la intelectualización progresiva de los trabajadores, etc., que eran y resultaban utensilios revolucionarios de corto radio, pero de eficacia frente a una sociedad sin excesivas convulsiones, como la de la democracia parlamentaria, aparecieron sin embargo insuficientes y mediocres al advenir la época trasmutadora.
En presencia de fuerzas subversivas rivales, y también como reflejo de los años bolcheviques del comunismo de guerra, se iniciaron por las organizaciones marxistas rectificaciones en su plan estratégico. Dieron paso a una cierta moral de milicia, hicieron invocaciones a la disciplina y a la necesidad de adquirir eficiencia de carácter típicamente militar. Los resultados no fueron, sin embargo, muy satisfactorios. No en balde, el marxismo venía tradicionalmente dedicándose a la tarea de desprestigiar y aniquilar toda cualidad de ese linaje, toda tendencia humana a una disciplina de milicia, que llamaba despectivamente cuartelera. Y ello de un modo integral, informado por ese pacifismo humanitarista que rechaza en el hombre sus cualidades de soldado, actitud de tinte burgués absoluto. Pues se comprende que el marxismo, como toda organización de índole revolucionaria, sea antimilitarista respecto al Estado enemigo, luche porque éste no refuerce más su base armada, ya que su propósito es vencerle, pero cosa muy distinta de esa es renunciar en las propias filas revolucionarias a los valores peculiares de la milicia, y hasta de la moral de guerra, renunciar a los mitos heroicos y a la ilusión creadora por la conquista y el predominio.
Se cumple así de nuevo, en el marxismo, el destino de Catilina, que pagó con la derrota su incapacidad militar, su falta de destreza para convertir las masas subversivas en ejércitos poderosos. Catilina, a quien puede considerársele cronológicamente como el primer revolucionario de la historia, desencadenó su acción en una coyuntura exacta de Roma, pero predominaba en él el agitador y el intelectual más que el caudillo militar, y su revolución fue vencida por esa razón única. La prueba es que, pocos años después, Julio César, con el mismo programa de Catilina, pero dotado de altísimas virtudes y calidades militares, logró el triunfo.
Puede hoy afirmarse, sin ninguna duda, que si las grandes masas de proletarios, movilizadas por el marxismo en esta época, hubiesen alcanzado eficiencia militar, habría resultado quizá imposible escamotearle la victoria.
Acontece, pues, que el marxismo encuentra dificultades invencibles para la conquista del Poder. Se sabe, sin embargo, en la seguridad de consolidarse y de edificar triunfalmente un régimen económico nuevo, si efectuase aquella conquista con éxito. A dos marxistas destacados, uno español y otro francés, hemos oído una misma frase que señala y denuncia el drama actual del marxismo: «Désenos el Poder —decían— y verá usted cómo nos sostenemos en él realizando el socialismo.» Su problema es el problema del Poder. No otro. Precisamente, el problema insoslayable si espera realizar aún algún papel en la trasmutación contemporánea. Porque hay otras fuerzas persiguiendo la misma caza (1).
Nota
(1) Después de la revolución bolchevique todos los intentos insurreccionales de signo marxista han fracasado. He aquí los producidos, sin contar los que siguieron inmediatamente a aquélla: Insurrección de Hamburgo (1923), Estonia (1924), China (1926 y 1927), Austria (1934), España (1934).
VI. La descomposición demoliberal. Decrepitud de las formas políticas y económicas de la burguesía individualista
Nada hay más opuesto a la mentalidad, a las necesidades y al sentido de nuestra época que las formas políticas y económicas elaboradas por el espíritu liberalburgués. Estas formas han sobrevivido a su propia eficacia, y los pueblos se desprenden hoy de ellas como de utensilios cuyo uso resultase ya ruinoso y molesto. La subversión cuyo desarrollo se viene perfilando en estas páginas actúa verdaderamente de liberadora de esas viejas formas, y constituye un esfuerzo por desprenderse de ellas, por evadirse de su caducidad.
La permanencia y duración de las instituciones demoliberales supondría hoy, para el mundo, la imposibilidad de extraer de esta época valor alguno, condenándola a vivir prisionera de formas que le son extrañas, en estado de amputación y de parálisis.
Es bien notorio, sin embargo, que la época actual logra, de un modo relativamente sencillo, desprenderse con éxito del peligro de falsearse y anularse. Lo comprueba la realidad subversiva que venimos estudiando, poblada como ha podido verse, no de fracasos ni de intentos fallidos, sino de victorias resonantes y completas.
El resultado de la trasmutación contemporánea será fatalmente el vencimiento de todas las formas políticas, económicas y culturales propias de la mentalidad y del espíritu de la burguesía capitalista, y a la vez, su sustitución por otras que sean una creación directa de las fuerzas hoy representativas y operantes.
Si analizamos un poco las características vitales y sociales del espíritu burgués, bien pronto percibiremos su absoluta oposición y su contradicción radical con los valores más vivos y fértiles que hoy aparecen.
1. SU ACTITUD INDIVIDUALISTA
Las instituciones demoburguesas han sido elaboradas bajo la creencia de que el individuo, como tal, es el sujeto creador de la historia, y por tanto, que el cumplimiento de sus fines, como tal individuo, es la misión más respetable y fecunda del hombre. Todo ha de sacrificarse, pues, a esa misión individual, comenzando por el Estado, que no sólo no debe estorbarla ni mediatizarla, sino garantizarla eficazmente. He aquí la médula del Estado liberal, la función y la finalidad que le ha sido adscrita por la burguesía.
El Estado liberal es simplemente un utensilio para el individuo. No debe menoscabar en nada la libertad de éste, ni sacrificar esa libertad por ningún otro valor. Su mismo aparato coactivo se justifica en función de la libertad, garantiza la libertad y «los derechos» de los individuos.
Es notorio que unas instituciones así hicieron posible el robustecimiento histórico del régimen capitalista, la culminación de una clase social, la burguesía, que desarrolló hasta el máximo la energía creadora de sus miembros, e impulsó de un modo enorme su progreso económico, cultural y político. En tal coyuntura, el individuo hizo conquistas sorprendentes, adquirió un poder social enorme, y logró asimismo un elevadísimo nivel de vida. Todo estaba a su servicio, al alcance de su mano, para ser utilizado por él como instrumento de poder, de sabiduría o de riqueza.
No cabe desconocer la importancia considerable de esa etapa histórica y el número de adquisiciones valiosas que hizo durante ella la humanidad. Lo que sí puede afirmarse, desde luego, es que su período de vigencia ha sido corto, y que ya hoy vemos con claridad absoluta el manojo de contradicciones y monstruosidades que encerraba en su seno. Por muy minúsculas que sean las dotes de observación y comprensión que se tengan, cualquiera las advierte y las comprende hoy. O las presiente, que es igual.
Pronto ocurrió y se hizo patente que aquella supuesta grandeza individual, y aquella supuesta generosidad que informaba a las instituciones, era de hecho accesible a muy pocos, y consistía y se mantenía a costa de atroces injusticias.
Y era accesible a muy pocos, no porque fueran pocos los individuos sobresalientes, sino por propia naturaleza del sistema y de los fines que se señalaban como apetecibles. Eran muchos los hombres que podían aspirar al poder político, a la riqueza y a la cultura, y con dotes y capacidad para conseguirlo, pero fatalmente esa trinidad de bienes tenía que ser acaparada y monopolizada por muy pocos. Pero como el sistema admitía y hacía posible la concurrencia, la lucha y la pugna, a ellas se lanzaron las gentes con frenesí.
Y ahí tenemos las turbinas que operaron en el seno del individualismo burgués: los partidos políticos, en número cada vez mayor y más abundante, con aspiraciones e ideales programáticos distintos. Las empresas económicas, la producción sin orden ni concierto y la especulación financiera. Las escuelas y las morales diversas, la disgregación espiritual de la cultura.
2. EMPEQUEÑECIMIENTO DEL HOMBRE
Y he aquí cómo el espíritu burgués, en honor y honra de la dimensión individual del hombre, condujo a éste a contradicciones y resultados como los que hoy presenciamos. Claro que no sin atravesar etapas de cierto esplendor y de liberar a la humanidad de poderes regresivos abominables. El liberalismo político y el capitalismo económico nos parecen hoy entidades y formas repletas de vacuidad, de ineficacia y de injusticia. Pero han realizado y cumplido una misión en la historia, tanto más reconocida como tal por sus actuales debeladores, mientras con más prisa y vigor la declaran mendaz y caducada. La prueba de ello la tenemos en que la subversión no corre a cargo de los poderes políticos desalojados por la burguesía liberal, es decir, del «antiguo régimen», a pesar de que aún es defendido y sostenido en pie por algunos. Y tampoco el derrocamiento del capitalismo se hace e intenta por las formas económicas y sociales que le precedieron.
La subversión contemporánea, al enterrar las formas demoliberales de la burguesía capitalista, lo hace revolucionariamente, esto es, no volviendo a las formas antiguas, sino descubriendo e inventando otras nuevas.
A la postre, en medio de las instituciones y de la civilización liberal-burguesa, el hombre resultó maltratado, explotado y empequeñecido.
La libertad política cristalizó necesariamente en la democracia parlamentaria, y tal sistema trasladó el Poder con rapidez suma a las oligarquías partidistas, a los magnates, dueños de los resortes electorales, de la gran prensa y de la propaganda cara.
La libertad económica lo dejó reducido en la gran mayoría de los casos a un objeto de comercio, cuando no a la atroz categoría de parado, de residuo social.
Por último, el hombre se vió privado de valores permanentes y firmes. Todos aquellos que tienen su origen y alcanzan su sentido en esferas humanas extraindividuales. Los valores de comunidad, de milicia, de disciplina justa. Y el valor de la Patria, la dimensión nacional del hombre, la que arranca y comienza antes que él y termina y concluye después de él. (No señalo el valor religioso, porque éste no ha peligrado propiamente bajo el signo de la burguesía individualista, ya que, entre los fines individuales, cabe perfectamente la preocupación religiosa de salvar el alma.)
En resumen, la vigencia de las formas de vida típicamente burguesas originó de un modo exclusivo el encumbramiento de una minoría política (las oligarquías) y de una minoría social (los grandes capitalistas), y como tal situación de privilegio carecía y carece en absoluto de raíces profundas, es decir, no se basa en valores jerárquicos reconocidos como justos, sino que procede de una libre concurrencia y pueden ser apetecidos por todos, surge la sospecha de que se deban al engaño, la mendacidad y la injusticia, haciéndose, por ello, más irritantes e insufribles.
3. LA VANGUARDIA DISCONFORME
Fueron, naturalmente, los trabajadores los primeros en percibir que el mundo político y económico, creado por la burguesía demoliberal, resultaba una cosa, un artilugio, bastante poco habitable. Su respuesta histórica fue el marxismo, primera contestación sistemática, primera dificultad que se atravesaba en el camino de la democracia parlamentaria. Porque es evidente que el sistema demoliberal encuentra sólo su justificación práctica y teórica cuando es considerado, por todos, como método aceptable de convivencia. Pero el marxismo decretó y consiguió la insolidaridad proletaria, es decir, proveyó a los trabajadores de una doctrina y una bandera, dentro de las cuales no había sitio alguno para la colaboración pacífica y legal con las demás clases. A pesar de que existan otras interpretaciones del marxismo, entiendo que hay en él una formidable y fecundísima tendencia a apartar a los trabajadores, no sólo del mito demoliberal de la burguesía, sino del mito mismo de la libertad política. (La frase de Lenin «¿Libertad, para qué?» es aún más profunda de lo que se cree, está pronunciada por un marxista, y su contestación resulta de veras difícil en esta hora crítica de la política mundial.)
4. AGOTAMIENTO Y CONTEMPLACIÓN DE LAS PROPIAS RUINAS
Es notorio que una de las realizaciones políticas que vienen persiguiéndose hoy en Europa, consiste en desalojar al espíritu burgués de las zonas gobernantes. La democracia parlamentaria otorgó el Poder, y lo otorgará siempre mientras subsista, a la burguesía misma, o a sus representantes más directos, que son los partidos.
Pero ocurre que el burgués carece en absoluto de capacidad para las tareas políticas rectoras. Es el tipo social menos propio y adecuado para el ejercicio del poder político. Le falta por completo el sentido de lo colectivo, el espíritu de la comunidad popular, la ambición histórica y el temple heroico.
Todo lo que actúa hoy como germen de resquebrajamiento, de impotencia, de cansancio y egoísmo, se debe de un modo directo al predominio social de la burguesía, y al predominio político de sus mandatarios, sus abogados y testaferros.
Ha entrado hace ya tiempo la civilización demoburguesa en una etapa final, caracterizada por la hipocresía, pues habiendo perdido ella misma la fe en sus principios, trata de sostenerse a costa de desvirtuarlos y falsearlos cínicamente. Favorece tal empresa el hecho de que la actitud característica del espíritu demoburgués —tendencia a la crítica, ceguera para lo colectivo, tibieza patriótica, falso humanitarismo sentimental, etc.— es compartida por anchas y extensas zonas, ya que sus contornos no se ciñen sólo a capas y sectores de privilegio económico, sino que alcanzan y comprenden también núcleos populares, proletarios, captados por él y por sus características más viles y degradadas.
Pero esa actitud histórica, en su sector más representativo y operante, tiene ya hoy plena conciencia de su infecundidad y agotamiento. Advierte que sus ideales políticos, lejos de construir y edificar nada, se transforman apenas salen de sus labios en fuentes de destrucción y de discordia. Sabe que su sistema y su ordenación económica conducen al advenimiento de crisis gigantescas, a su propia ruina y al hambre de las grandes masas en paro forzoso. Ve, asimismo, que las instituciones políticas y sociales, creadas por ella, convierten a las naciones en teatro permanente de sangrientas pugnas, y debilitan cada día más la solidaridad nacional, hasta poner en peligro la propia vigencia histórica de los pueblos. Percibe que no sabe qué hacer con las grandes oleadas juveniles que van llegando, y contempla, por último, la inminencia de su agotamiento y de su desaparición irremediable.
VII. El paro forzoso. La humanidad a la intemperie
Toda la economía actual está basada y construida a expensas de un mecanismo de pasmosa sencillez, cuya única finalidad es ésta: el enriquecimiento humano. Desde fines del siglo XVIII, en que tuvo lugar un hecho tan imprevisible y sorprendente como la mecanización industrial, algunos hombres han tenido a su disposición resortes cada día más fértiles y maravillosos para el logro rapidísimo de tal designio. Creció la población humana en proporciones considerables, y su presencia era acogida con el máximo de júbilo, pues venía a cumplir una doble función, que era entonces, y ha sido hasta ahora, esencialísima: la doble función de producir y consumir, ambas cosas de un modo colosal y frenético.
Importa poco señalar si el incremento enorme de la población humana se debió a las formas de vida, aurorales y espléndidas, que aparecieron en el mundo con la civilización maquinística y las grandes empresas industriales, o si, por el contrario, fueron éstas un puro efecto de la sobrepoblación mundial. El hecho es que coinciden y se ensamblan ambos fenómenos, de tal modo que uno y otro traen consigo consecuencias idénticas.
Con gran facilidad puede seguirse minuto a minuto el proceso a que aludimos, desde el día, por ejemplo, en que quedaron montadas las primeras fábricas textiles en Inglaterra hasta el día mismo en que escribimos, asistiendo así al desarrollo completo del régimen capitalista. La trayectoria comprendería, pues, desde los pioneros, que aplicaron las primeras ventajas del maquinismo a la fabricación de mercancías, hasta las actuales manifestaciones de los trusts industriales y de las grandes crisis de ventas. Desde la aparición de una pequeña minoría de fabricantes «libres», con pobres recursos y maquinaria aún incipiente, hasta la culminación del capital financiero, de los grandes utillajes costosísimos y de las sociedades anónimas. No puede interesarnos el examen preciso de esa gran trayectoria, sino sólo el aspecto social de ella, y concretamente en cuanto explica el sentido del paro forzoso y de la miseria actual de las masas.
1. EL IDEAL DEL ENRIQUECIMIENTO PROGRESIVO
Siempre ha habido en la historia gentes dedicadas a aumentar lo más posible sus riquezas, pero es lo cierto que la experiencia había enseñado a los más, que sólo en un número de ocasiones relativamente pequeño era posible hacerse rico. Por eso acontecía, hasta fines del siglo XVIII, que la mayor parte de los hombres vivían libres de una especial tendencia a enriquecerse, derivando su capacidad a tareas que les proporcionaban un tipo de satisfacciones distinto a ese de ir acumulando y concentrando capital. Ocurría además, naturalmente, que estaban, por decirlo así, cegadas, poco a la vista, las posibilidades de hacer riqueza. Era cosa reducida eso que hoy llamamos «los negocios». Las fortunas existentes tenían carácter feudal, y las familias poseedoras de ellas, pertenecientes en general a la nobleza, estaban muy lejos de entregar su dinero a especuladores financieros de ninguna clase. De otra parte, los gremios, las sociedades gremiales, eran formas económicas casi estáticas, de muy leve inclinación a la aventura.
La aparición del maquinismo tuvo como primera consecuencia cambiar absolutamente el panorama. Los hombres dispusieron de medios numerosos de enriquecerse con rapidez. La cosa era bien sencilla. Se había realizado el hallazgo de unos seres, las máquinas, que producían cosas solicitadísimas por las gentes, en condiciones de costo tentadoras.
Al descubrimiento de los medios mecánicos de producir mercancías, sucedió el descubrimiento de los medios de transportarlas a todas partes, haciéndolas llegar a los centros de consumo con toda comodidad y en el mínimum de tiempo. El resultado económico era espléndido. Todos podían orientarse en pos del dorado industrial y comercial, recién aparecido. Había sitio para todos los que iban llegando porque, aparte de que el mundo consumía vorazmente todos los productos, había también la posibilidad, gracias a los progresos técnicos y al ingenio descubridor, de vencer a los fabricantes rivales, arrebatándoles los mercados cuando llegase un peligro de agotamiento, mediante el uso de maquinaria más perfecta, racionalización más eficaz de la producción y organización más eficaz, asimismo, de los transportes.
En tal situación, parecía prácticamente imposible que llegara a detenerse el proceso industrial, porque siempre podrían ser vencidas las dificultades, bien mediante la conquista de mercados nuevos, bien mediante el uso de máquinas más perfectas y más rápidas.
No nos interesa aquí ahora sino señalar, en un par de párrafos, las consecuencias inmediatas del frenesí creciente de producir, que se apoderó del sector humano en cuyo poder se encontraba el aparato industrial. Surgieron industrias nuevas a millares, se renovaba a cada momento su utillaje, introduciendo reformas que tendían siempre a producir más y más en menos tiempo. A medida, naturalmente, que avanzaba la técnica industrial, era preciso disponer de medios financieros más poderosos para montar las grandes fábricas, pues de un lado la maquinaria se hacía más cara por su misma complejidad y perfección, y de otro, se imponía la organización vertical de la producción, para ir superando las condiciones de costo y ganando batallas a la libre concurrencia.
Los grandes beneficios obtenidos por los industriales pasaron a ser utilizados, en forma de capital financiero, por las nuevas empresas a que obligaba el desarrollo de la producción, la amplificación de las antiguas y la adquisición del utillaje necesario, cada día más costoso. El capital financiero disponible resultaba insuficiente, y entonces se incrementaron las grandes sociedades anónimas, las instituciones bancarias, que recogían los ahorros y las disponibilidades financieras procedentes de las numerosísimas fortunas privadas, tanto de las hechas y surgidas en el proceso mismo de la industrialización, como de las antiguas fortunas estáticas, vinculadas a la tierra.
Todo entró y se puso entonces al servicio de la producción mundial. Se incrementó cada día el ideal de enriquecerse. Los negocios nuevos y la ampliación considerable de los antiguos, siguieron necesitando medios financieros fabulosos. Éstos eran obtenidos mediante las formas más varias de la especulación y del manejo del crédito. Sólo alcanzando éxitos inagotables y continuos, es decir, produciendo más y en mejores condiciones cada día, podía realmente irse sosteniendo el formidable aparato especulativo que gravitaba sobre la red de la producción mundial.
Un régimen económico así, de producción indefinida, y a base de ir aprisionando con el grillete maquinístico cada día más las condiciones financieras y humanas en que la producción se efectúa, encierra contradicciones tremendas. Pues en el momento en que apareciese, para una gran industria, el más leve indicio de crisis, un descenso obligado en la producción, se encontraría con que, habiendo preparado sus condiciones para lo contrario, es decir, para incrementar más aún su rendimiento, una disminución echaría por tierra sus propias bases de existencia. La gran industria resulta, así, que no es libre para regular la producción.
Pues hace, por ejemplo, cincuenta años, si en cualquier rama industrial ocurría que se precisaba disminuir en un veinte por ciento su ritmo de producción, ello era tarea factible sin trastornos graves, retirando un número mayor o menor de obreros, que al minuto pasaba a ocupar otro puesto en otra actividad, o en otra industria diferente. Pero hoy, tal fenómeno adquiere inmediatas proporciones de catástrofe. En primer lugar, porque esos obreros despedidos no tienen donde trabajar de nuevo, y en segundo, porque se proyectaría sobre la vida económica un peligro aún más hondo, con ser el del paro angustioso en extremo: el peligro de dejar paradas las máquinas. Esto, el paro de la gran maquinaria, del costosísimo utillaje de la gran industria, supone un percance de tal magnitud que hunde verticalmente el mecanismo económico entero. No se olvide que el capitalismo propiamente dicho es, en rigor, eso: la posesión de maquinas. Si éstas se paran, la ruina es inmediata y absoluta, porque su enorme valor, habiendo sido en la mayor parte de las grandes explotaciones adquiridas a crédito, lo es sólo en función de producción permanente.
Pero el capital financiero, con su fluidez característica, está y aparece ligado a los sectores más varios de la producción industrial, y ello de un modo simultáneo, es decir, mediante interferencias que le hacen sumamente sensible a cualquier crisis, sea cual sea la zona donde surjan. Con las acciones de una gran empresa se financia otra distinta, con el crédito y el volumen financiero de una se crea la de más allá, y todo ese tejido llega al ahorro y a los pequeños capitales por mediación de las instituciones bancarias y el incremento de la especulación bolsística.
La economía del gran capitalismo —propiedad mecanizada y crédito— se sustenta, pues, en una unidad rígida, en cuya base existen contradicciones sumamente peligrosas. Las economías privadas, los grandes y los pequeños negocios, las riquezas particulares, viven así a expensas de la realidad más frágil.
En la culminación del ideal de enriquecimiento está ese panorama. Al adoptarlo los hombres como norte, y al iniciar la ascensión hacia su logro de un modo individual, liberal, cada uno con su propio problema, su economía y sus sueños, la consecuencia es que de pronto todos aparezcan ligados, pendientes de los mismos peligros y jugando la misma carta. Paradójicamente, pues, la mentalidad liberal-burguesa, que inició una etapa de vigorización económica individualista en la que «cada uno» buscaba mediante la libre concurrencia forjar su propia riqueza, termina, en cambio, en un sistema económico cerrado, donde un entretejido sumamente complejo une en un solo organismo las riquezas todas de todos.
2. EL HOMBRE RECUPERA SU SENTIDO «SOCIAL»
En el fondo de la actividad individualista, y que informa el proceso descrito del régimen capitalista, hay a la par que una sobreestimación consciente del valor individual una subestimación subconsciente del mismo. El hombre se sabe en cierto modo desamparado, desligado de conexiones seguras, y, como si dijésemos, a la intemperie. Así el ideal de enriquecimiento progresivo vendría a ser una tendencia del hombre a forjar, mediante la riqueza, una especie de protección, que sustituyese las «conexiones sociales» que, antes de la etapa individualista, existían de una manera evidente. (Conexiones basadas en la fe común, en el gremio común, en la unidad de cultura, en la profesión misma uniforme, la milicia, etc.)
Comienza hoy, pues, a verse claro que la «dimensión individual» del hombre se ciñe casi exclusivamente a valores de índole económica, y que su cultivo histórico, a la vez que inauguró la era capitalista, nos ha conducido a la hora actual del mundo, a las grandes crisis, a la zozobra misma económica de las fortunas privadas y, sobre todo, a multitudes enormes en la situación más crítica que, desde el punto de vista social y económico, puede concebirse: la de parados, la de residuos, sin tener absolutamente nada, ni posibilidad alguna de ganar nada.
El hombre se ha encontrado, pues, con que las seguridades, las protecciones que buscaba y que algún día creyó de veras firmes, se le escapan de la mano. Penetra así en una disposición de ánimo que le conduce necesariamente a descubrir y aceptar las perspectivas de «lo social». Quizá sean de este orden las causas que explican la vigencia mundial de formas de vida, instituciones y modalidades, en las que hoy predominan, sobre cualesquiera otras, las ideas de solidaridad y de destino común. El hombre abandona, pues, su tendencia a descansar exclusivamente en categorías individualistas y busca y apetece entrar con «los demás» en un orden de realizaciones más firmes y seguras.
Este fenómeno, de valoración cada día más intensa de «lo social», aparece hoy en todas las manifestaciones que poseen el cuño típico de la época. El mismo explica, por ejemplo, el reencuentro de las grandes masas populares con la idea de Patria, encontrando y percibiendo en ella tanto su carácter de refugio como de instrumento y resorte, con el cual, y a través del cual, es sólo posible la propia vida. Explica asimismo el hecho de las economías privadas numerosas, de signo modesto (salarios, sueldos, pequeños negocios de distribución), con pleno sentido de la imposibilidad de enriquecimiento propiamente dicho, y disponiendo a la vez sus individuos de un equilibrio, moral y material, ajeno en absoluto a toda actitud socialmente resentida. Explica también la uniformación de las masas, que luego estudiaremos, el redescubrimiento de una moral de milicia y el sentido mismo de las subversiones juveniles que vienen operándose.
3. EL PARO, SÍNTOMA DECISIVO
Hemos visto que la supermecanización industrial y el soporte financiero de las grandes empresas obligan, ante un amago de crisis, a sacrificar el hombre a la máquina. Antes que parar las máquinas, lo que supondría la caída financiera de la industria, se lanza si es preciso a centenares de miles de hombres al paro forzoso. La causa remota y única de ello hay que buscarla en que todo el sistema económico a cuyo cargo ha estado desde el primer día la producción industrial, se basa en el principio del enriquecimiento progresivo y en la libre concurrencia. Es decir, la producción no tiene como finalidad primera servir las necesidades de los hombres y proveerles de artículos de consumo, sino otra distinta, ajena absolutamente a ese sentido, la de ser y constituir un medio de lucro, una manera de enriquecerse.
La red parasitaria que rodea el sistema entero de la producción y de la distribución alcanza proporciones enormes. No es ya el industrial, el empresario, quien figura en ella de un modo único, ni principal siquiera. Pues la intervención del capital financiero, la presencia de accionistas innumerables en las sociedades anónimas, la especulación en torno a los títulos industriales, los bancos comerciales intermediarios, etc., constituyen una serie de factores que pesan e influyen perniciosamente en la economía actual supercapitalista.
Que el final de todo el sistema conduce a situaciones insostenibles, procedentes de las contradicciones fundamentales que vienen operando en él desde su nacimiento histórico, parece una evidencia que muy difícilmente puede hoy ser negada. Esa evidencia es el paro forzoso, la realidad social de que haya en el mundo cuarenta millones de hombres sin tarea y sin pan. Por lo que llevamos dicho se advierte, claro es, que son aquellos países más industrializados, y donde el sistema de superproducción capitalista alcanza más altas conquistas, quienes padecen el paro forzoso con mayor relieve. (En 1932 había en los Estados Unidos once millones y medio de parados; en Inglaterra, cerca de tres millones, y en Alemania, cinco millones y medio.)
Ahora bien, no consideramos lógico ni justo lanzar condenación alguna a la industrialización propiamente dicha, y menos a los avances técnicos del maquinismo. Pertenecen a un signo de valores humanos de magnitud grandiosa, y sólo el hecho de haber sido puestos al servicio de un concepto, desviado y erróneo, de la producción les da un aparente carácter perturbador y nocivo.
El paro forzoso que hoy advertimos no es ni coincide con el de las capas humanas más ineptas e invaliosas. Entre todos esos millones de hombres parados los hay, sin duda, de gran preparación profesional y buenos técnicos en sus respectivas ramas industriales. Y más aún, no se trata sólo de asalariados, de proletarios. El paro amenaza hoy asimismo a zonas inmensas, pertenecientes a las clases medias, y se agudiza cada día con caracteres más graves en las juventudes. La mentalidad del hombre parado, o en peligro de estarlo un día cercano, es de un signo trágico muy singular, y quizá se amasa hoy en ella uno de los factores que más van a influir en los resultados subversivos de esta época.
Resulta, pues, que se ha efectuado así un viraje radical en cuanto a lo que podemos denominar luchas sociales. Hasta aquí, durante el período ascensional del capitalismo, las masas obreras disputaban los beneficios que se obtenían, logrando mejoras de índole social y aumento de salarios. La consigna era liberar a los trabajadores de la explotación. Parece que todo eso está en camino de sufrir un cambio absoluto. En primer lugar, porque es patente la existencia de una profunda crisis que hace en muchos casos problemáticos e inexistentes los beneficios de las empresas, y, no habiéndolos, mal pueden ser disputados ni por los trabajadores ni por nadie; además, un aumento de salarios, cuando es a costa de medidas inflacionistas y artificiales, al objeto de provocar una subida de los precios y una elevación —elevación ficticia— del poder adquisitivo de las masas, no supone ventaja alguna real. En segundo lugar, no es explotación auténtica lo que en último término padecen los proletarios, sino algo peor o mejor que eso, pero distinto: están parados. Es decir, reducidos a una categoría social nueva, en situación dramática de seres residuales, sobrantes, sin nada que hacer.
Todos los síntomas son, pues, de que nos encontramos en una hora crucial del mundo. Difícilmente podrá dentro del actual sistema realizarse hallazgo alguno que suponga una solución duradera. El fenómeno del paro forzoso, repetimos, está contribuyendo a dotar a nuestra época de un elemento importante para la elaboración de formas de vida económica y política de signo aún no totalmente previsible. Se trata de que el hombre descubra nuevas tareas para el hombre. Servicios nuevos. Cómo y por qué vías esas tareas van a descubrirse, es algo que aún no se sabe con certeza, pero sí que constituyen una de las finalidades, una de las metas cuya conquista persigue el período transmutador hoy vigente.
VIII. La uniformación de las masas. El uniforme político y su autenticidad
La presencia de las juventudes, en el área fundamental de las luchas políticas, ha coincidido con un hecho visible, el de incrementar la manifestación externa del signo político a que aparecen adscritas. Ello ha venido a producirse en una hora madura para la uniformación, en una hora de reencuentro de la dimensión «social» del hombre, es decir, de subordinación y disciplina a valores y categorías de linaje sobreindividual y colectivo.
1. EL SENTIDO DE LO UNIFORME
Evidentemente, en todo el período de civilización liberal-burguesa ha regido una tendencia a sustraer la vida de toda uniformidad. El culto a los valores individuales produjo como lógica consecuencia el culto a la dispersión, a la variedad y a la indisciplina. Un culto así se manifestaba, tanto en el orden político, como en el orden de la vida diaria y en la apreciación o signo de los gustos. Entre las cosas objeto de desvío estuvo, por ejemplo, el uniforme, es decir, el traje único e idéntico. Quizá pueda buscarse en este hecho la permanente hostilidad que los grupos y las ideas más propias del espíritu demoburgués han tenido para la milicia y los militares, valores inseparables de un concepto de la uniformidad, y gentes que no perdieron su carácter de «uniformados», esto es, a la vez representativo de su función y exteriorización pública de ella.
Durante la vigencia demoburguesa, se «ha odiado» al uniforme, y se ha tenido hacia él una subestimación profunda. Pero acontece en torno a este hecho una cosa singular, denunciadora entre otras de cómo el espíritu burgués obedece en sus valoraciones a criterios de refinada simulación. Así ocurre que se ha venido prescindiendo del uniforme, y se ha visto siempre en él una tendencia determinada, sin enjuiciarlo ni comprenderlo en su verdadero sentido. Vestir uniforme era para el burgués una aspiración a destacarse, a reforzarse, es decir, a afirmar más aún la personalidad individual. Nada más erróneo, ni más falso. Tiene lugar precisamente lo contrario de eso. Quien se uniforma, quien viste uniforme, lo que hace realmente es disminuirse como «individuo», entrar en unas filas, donde él como individuo pierde relieve y significación, pasando a ser un número anónimo en ellas.
No el traje uniforme, sino el otro, el traje demoburgués, es el que realiza y cumple, de hecho, la tendencia a destacarse y valorarse «individualmente». Se puede decir que distingue al burgués el afán de distinguirse. Por ello, su traje permite una serie innumerable de formas y recursos, mediante los cuales puede ser lograda la diferenciación social. Desde el sombrero hasta los zapatos, todas las prendas pueden ser de una tela o de otra, de un color o de otro, y son capaces de mil abalorios y aditamentos, que dan más o menos prestancia y relieve, esto es, más o menos significación al individuo.
Ahora bien, la mecanización industrial y su consecuencia la producción en serie, es decir, de objetos iguales e idénticos, es uno de los fenómenos que comenzaron a tragar al propio espíritu y estilo del cual eran hijos. Lo mismo que la economía supercapitalista produjo la casi fusión de las economías privadas, siendo así que procedía de una etapa de economía liberal, individual, también la producción en serie venía a destruir la tendencia primera a la dispersión del traje.
2. LA APARICIÓN DE LAS MASAS
El concepto, hoy tan usado y corriente, de «las masas» obedece a un fenómeno muy cercano, y quizá muchos lo utilizan de un modo erróneo. Pero resulta que, sin saber de fijo qué son las masas, poco puede ser comprendido a derechas de cuanto está transcurriendo desde hace quince o veinte años, pues son ellas, las masas, quienes lo efectúan, realizan y dotan de sentido.
Durante el siglo XIX, época típicamente individualista y burguesa, no había masas ni existían masas. La aparición de éstas como tales, repetimos, es fenómeno reciente, surgido en esta misma época que ahora vivimos. Algo, por tanto, posterior a la vigencia demoliberal y al proceso ascensional del capitalismo, o, por lo menos, coincidente con su culminación y con la inauguración o apertura de su declive. En efecto, la civilización individualista y las formas sociales y políticas a que daba lugar no constituían atmósfera adecuada para la existencia de masas. Pues éstas no son simples aglomeraciones, no aparecen de un modo forzoso vinculadas a la presencia de las multitudes. El concepto político-social de «las masas» no tiene, en una palabra, mucho que ver con el concepto de mayorías o minorías, propio de la época —hoy ya vencida— a que hemos hecho alusión
Para que las multitudes, aglomeraciones y grandes núcleos de gentes entren en el concepto de «masas», tal y como éstas existen y actúan, se requiere que aparezcan revestidas de ciertos signos, por ejemplo: Tiene que haber operado en su formación una conciencia colectiva, de expresión más fuerte que la conciencia individual de quienes la formen. Las masas son homogéneas, y se es elemento de ellas en tanto se posea precisamente engarce esencial con «los otros», en tanto se renuncia y se subordina su propio ser al ser colectivo que las informa. Las masas son totalitarias, exclusivistas, es decir, poseen conciencia de ser una unidad cabal, completa y cerrada. Las masas tienen un rango absolutamente ajeno en el fondo a su cuantía numérica, a los pocos o muchos individuos que las constituyan.
Sin duda, hay otros signos definitorios, y sin duda puede ser estudiado el concepto de «las masas» partiendo de características distintas a esas que señalamos, pero éstas son reales y exactas, y a nosotros nos sirven para aclarar el tema del presente capítulo.
A primera vista puede percibirse que «las masas» son cosa en absoluto extraña a la mentalidad demoburguesa, y su existencia no puede en modo alguno predominar mientras aquélla mantenga su normal vigor. Pues entonces no son las masas, sino los partidos, los grupos, con su adscripción a los conceptos de mayorías y minorías, es decir, con su dependencia a valoraciones de carácter numérico, y desde luego formadas por una suma de «individuos», que añaden y suman eso, el ser individuos.
Pues bien, lejos de ser esencial la cuantía numérica, aunque también sea naturalmente un factor, las masas pueden lograr y logran de hecho el predominio en virtud de otro linaje de cualidades: su agilidad, su modo de ser compacto, su uniformidad, disciplina interna. Los fenómenos que hemos estudiado en esta digresión, el bolchevismo, el fascismo, el racismo socialista alemán, son claros y formidables ejemplos de la intervención y presencia de las masas.
Las masas son, por esencia, cuerpos de signo juvenil, dotados de características que sólo se encuentran en las cosas jóvenes y nuevas. No se olvide que coincide la aparición de las masas con la hora mundial en que se nota asimismo un imperio y vigencia de «lo joven», y en que, como dijimos en la digresión primera, está operante una conciencia juvenil de carácter mesiánico.
3. EL UNIFORME POLÍTICO
De las líneas anteriores salta bien madura la consecuencia. La introducción y uso de los uniformes, la exteriorización de signos unánimes e iguales, que se advierte en la política mundial más reciente, es un producto lógico del hecho de ser realizada por las masas. Sólo la actuación de las masas conduce a una acción política «de uniforme», como hoy la percibimos en casi toda Europa.
El hecho de uniformarse señala el abandono radical de la actitud demoburguesa, y la aparición de un genio diferente. Los elementos integradores de las masas entran en las filas con ánimo de renuncia, a la vez que se sienten potenciados, virilizados, con su adscripción a las tareas comunes que las masas realizan.
No sólo en el traje, sino en otros rasgos que caracterizan la acción y presencia de las masas, se advierte la facilidad y rapidez con que sus elementos adoptan los distintivos, saludos y ritos propios de ellas. A modo y especie de contagio, como bajo los efectos de una voluntad fluida e invisible.
Es evidente que los fascistas italianos interpretaron una de las primeras manifestaciones de este fenómeno. Luego, se ha generalizado y extendido, no a título siempre de imitación, como muchos creen, sino por afloración natural de algo típico de la época, y que surge acompañando a las acciones que en ésta se producen. Aparece hoy asimismo en las filas clasistas de los proletarios, y es digno de notarse un hecho que demuestra cómo un estilo así choca con las características del espíritu demoburgués: son, entre los proletarios, aquellos que se muestran menos propicios a unir e identificar sus luchas con los grupos demoburgueses de izquierda quienes adoptan «la uniformidad», levantan el puño y buscan el gesto y el estilo de la milicia. (En España, las juventudes socialistas hacían todas estas cosas, contra la opinión y las preferencias de quienes, en su partido, optaban por una política moderada y de acuerdo con la burguesía izquierdista.)
La actuación política uniformada muestra además otro perfil, que contribuye asimismo a aclarar uno de sus aspectos más singulares. Es el valor de la sinceridad y de la franqueza de sus militantes, el carácter juvenil, de entrega, sin reservas ni cálculo alguno de cinismo o cazurrería.
El militante político uniformado, que exterioriza y muestra su carácter de tal, ofrece el máximum de garantía de que es sincero, y de que difícilmente negará su bandera política, ni la abandonará por móviles individuales y turbios. Sólo las juventudes pueden en efecto dar vida a una actitud política de tal naturaleza. Conocida es, por el contrario, la actitud cautelosa, reservada, propia del viejo militante de los partidos demoburgueses.
Las juventudes, al entrar en el área política, incorporan el valor de la sinceridad, y se muestran tal y como son. El joven se adscribe a una bandera, a unos ideales, y se distingue, mostrándolos, enfundado en ellos. Estima que hay que sacar al aire, a la superficie, las ideas políticas y sociales de las gentes.
Los sectores maduros que asisten al desarrollo de un hecho así reaccionan con juicios disconformes, y muestran su clásica sensatez, expresando que las ideas —el ideal, como ellos dicen con cierto arrobo y farsantería— no deben vincularse a una prenda, a un gesto, ni a nada de análoga frivolidad. Deben, por el contrario, resguardarse en lo más profundo del pecho, en el corazón del hombre, y allí rendirles culto. Pero esto no logra emocionar nada a las juventudes, que tienen mil motivos prácticos para saber que son precisamente aquellos que ocultan «en lo más profundo del corazón» sus ideales, quienes se desprenden de ellos con más facilidad, y cambian y fluctúan de un lado a otro, o actúan sin acordarse mucho de lo que dicen llevar tan guardado y reverenciado.
Las juventudes uniformadas saben, en fin, que son precisamente ellas, con el signo exterior que las distingue, teniendo las ideas vinculadas a su brazo, a su puño, a su camisa o a su gorra, las que de veras están adscritas con firmeza y sinceridad, permanencia y sacrificio, a una bandera. E invitan, por tanto, burlonamente, a las gentes maduras y sensatas, a que no vinculen las ideas a vísceras tan profundas como el corazón, sino que las saquen al aire, de modo que se vean, exponiéndolas con sencillez, en la seguridad de que es más difícil cambiar de camisa que de corazón (o de chaqueta).