III. El fascismo italiano. El segundo mensaje de las juventudes subversivas
1. FASCISMO Y MARXISMO, FRENTE A FRENTE
El triunfo del fascismo en 1922, y sobre todo su victoria definitiva contra todas las oposiciones en 1925, que es realmente el hecho que lo aposenta y consolida, equivale a la primera replica que dice NO a la revolución bolchevique mundial. El fenómeno tiene un interés culminante para percibir el cauce exacto por donde discurren las nuevas formas europeas. Pues ya hoy, a los trece años de régimen fascista, es ingenuo, y desde luego falso, pensar que Mussolini congregó en torno a los haces lictorios a las fuerzas pasadistas y regresivas de Italia para contrarrestar y detener la ofensiva bolchevique con la instauración de un Poder reaccionario. Esa interpretación del fascismo es absolutamente errónea, y si a los efectos de la batalla política, de la agitación y de la estrategia revolucionaria, la hacen suya los partidos y las organizaciones marxistas, es seguro que ni el más fanático de sus dirigentes lo estima y juzga de ese modo.
Mussolini organizó y dirigió el fascismo con arreglo a una mística revolucionaria. Y lo que de verdad hace de él un creador y un inventor, es decir, un caudillo moderno, es precisamente haber intuido o descubierto, antes que nadie, la presencia en esta época de una nueva fuerza motriz con posibilidades revolucionarias, o lo que es lo mismo, la presencia de una nueva palanca, de signo y estímulo diferentes a los tradicionalmente aceptados como tales, pero capaz también de conducir a la conquista revolucionaria del Estado.
El fascismo es de hecho la primera manifestación clara de que las consignas bolcheviques, no sólo no agotaban ni polarizaban en su defensa a todas las energías trasmutadoras de la época, sino que, al contrario, dejaban fuera a una zona poderosísima, asimismo subversiva y revolucionaria, y tan extensa, que sería llamada a usurpar al propio bolchevismo, en cruenta lucha de rivalidad, la misión de desarticular el sistema caducado de las formas demoliberales. Y crear un orden nuevo.
Fue en Italia, pues, donde quedó patentizada esa realidad, donde se evidenció el error en que se debatían los propósitos universales del bolchevismo. Y es curioso que algunos escritores socialistas, no bolcheviques pero sí revolucionarios, como el español Ramos Oliveira, achaquen la razón de que Mussolini venciese al marxismo en Italia «a que el leninismo se había inoculado en la mayoría del socialismo italiano». Quizá no se dan cuenta esos escritores de lo enormemente profunda que es su observación, pero no en el sentido de mera influencia táctica, sino en lo que la relaciona con la dimensión histórica del signo mundial bolchevique.
2. EL FASCISMO, FENÓMENO REVOLUCIONARIO
Que el fenómeno fascista pertenece al orden de los acontecimientos revolucionarios, nutridos con un estricto espíritu de la época, es para nosotros un hecho incontestable. ¿Qué hemos de pedirle en estos tiempos a un hecho político destacado para poderlo situar en la órbita revolucionaria, en la línea subversiva de servicio a la misión creadora y liberadora que corresponde a nuestra época? Sencillamente lo que sigue:
I) Que contribuya a descomponer las instituciones políticas y económicas que constituyen el basamento del régimen liberal-burgués, y ello, claro, sin facilitar la más mínima victoria a las fuerzas propiamente feudales.
II) Que al arrebatar a la burguesía el papel de monopolizadora de todo el timón dirigente, edifique un nuevo Estado nacional, en el que los trabajadores, la clase obrera, colabore en la misión histórica de la Patria, en el destino asignado a «todo el pueblo».
III) Que tienda a subvertir el actual estancamiento de las clases, postulando un régimen social que base el equilibrio económico, no en el sistema de los provechos privados, sino en el interés colectivo, común y general de todo el pueblo.
IV) Que su triunfo se deba realmente al esfuerzo de las generaciones recién surgidas, manteniendo un orden de coacción armada como garantía de la revolución.
Es evidente que el fascismo italiano admite ese cuadrilátero, y que los fascistas creen de veras que ése es el sentido histórico de la marcha sobre Roma. Ahora bien, que la subversión haya sido quizá en exceso modesta, que el grado de servicio concreto a la ascensión social y política de los trabajadores resulte asimismo pequeño, que el influjo de los viejos poderes antihistóricos, representativos de la gran burguesía y del espíritu reaccionario, sea aún excesivo, etc., todo eso, aun aceptado, no priva a la revolución fascista del carácter que le adscribimos, y admite explicaciones muy varias. Una de ellas, la de que todo régimen necesita una base de sostenimiento lo más ancha posible, y si el fascismo, por llegar a la victoria tras de una pugna con la clase obrera de tendencia marxista, se vio privado de la debida adhesión y colaboración de grandes núcleos proletarios, tuvo que apoyarse más de lo conveniente en una constelación social distinta.
Mussolini rectificó, con el fascismo, la línea que los bolcheviques se afanaban en presentar como la única con derecho a monopolizar la subversión moderna. Para ello, lo primero fue considerarla como desorbitada y monstruosa en su doble signo primordial y característico: la dictadura proletaria y la destrucción de «lo nacional», es decir, el aniquilamiento político absoluto de todo lo que no fuese «proletario», y el aniquilamiento histórico, igualmente absoluto, de «la Patria».
El fascismo estaba conforme, sin duda, en reconocer la razón histórica del proletariado, la justicia de su ascensión a ser de un modo directo una de las fuerzas sostenedoras del Estado nuevo. No aceptaba su carácter único, su dictadura de clase contra la nación entera, y menos aún que eso aceptaba el signo internacional, antiitaliano, de la revolución bolchevique.
Mussolini demostró con sus «fascios» que no podía ser exacta la imputación que los «rojos» hacían a «toda la burguesía», es decir, a todo «lo extraproletario», de ser residuos podridos y moribundos. Para defensa de Italia, para machacar una revolución que él creía en aquellos dos ordenes monstruosa e injusta, movilizó masas de combatientes, extraídos de aquí y de allí, en gran parte procedentes de los sectores señalados por los marxistas como moribundos y podridos. Su actuación, heroica en muchos casos, al servicio, no del orden vigente y de la sensatez conservadora, sino de una posible revolución «italiana», se impuso como más vigorosa, más profunda y popular que la actuación paralela desarrollada por el bolchevismo.
El fascismo reveló la existencia de unas juventudes, de una masa activa, extraída en general de las clases medias, que se montaba sobre la pugna de las clases, contra el egoísmo y el pasadismo de la burguesía y contra el relajamiento antinacional y exclusivista de los «proletarios». E hizo de esas fuerzas una palanca subversiva, desencadenada contra lo que de veras había de podrido y moribundo en la burguesía, que era su Estado mohoso, su democracia parlamentaria, su cazurrería explotadora de los desposeídos con la artimaña de la libertad, su sistema económico capitalista y su vivir mismo ajeno y extraño al servicio patriótico y nacional de Italia. Ahora bien, esa palanca no podía ser a la vez una revolución anti-proletaria, anti-obrera. Eso lo vio y tenía que verlo Mussolini, antiguo marxista, hombre absolutamente nada reaccionario, para quien la primera verdad social y política de la época, verdad de signo terrible para quien la ignore, consistía en la ascensión de los trabajadores, en su elevación a columna fundamental del Estado nuevo.
3. LOS INTERESES ECONÓMICOS DE LAS GRANDES MASAS
Júzguese lo difícil y delicado de una revolución como la fascista de Mussolini, que habiendo sido hecha en gran parte contra la conciencia proletaria, mantenida fiel al marxismo, tenía, sin embargo, que realizar la misión histórica de elevar a la clase proletaria al mismo nivel de influencia que los actuales grupos dominantes de la burguesía.
Por su propio origen, por ese carácter suyo de haber tenido que batirse contra una de las fuerzas motrices evidentes de la subversión moderna a que asistimos, el fascismo se resiente y quizá —o sin quizá— se rezaga en el cumplimiento de aquella misión histórica. Ha machacado, en efecto, las instituciones políticas de la burguesía, y ha dotado a los proletarios de una moral nueva y de un optimismo político, proveniente de haber desaparecido las oligarquías antiguas; pero, ¿ha machacado asimismo o debilitado siquiera las grandes fortalezas del capital financiero, de la alta burguesía industrial y de los terratenientes, en beneficio de la economía general de todo el pueblo? Y además, ¿va realmente haciendo posible la eliminación del sistema capitalista y basando cada día más el régimen en los intereses económicos de las grandes masas? No parece suficiente que los obreros formen en la milicia fascista y participen en la misma medida que otras clases en el sostenimiento político del Estado, si a la vez que eso no adopta el Estado fascista la creencia de que es, precisamente, elevando el nivel económico de los trabajadores como se fortalece de hecho la potencia verdadera del Estado italiano.
Fácilmente se adivinan los peligros de que resulte a la postre en ese aspecto fallida la revolución. Claro que eso no quitaría al fascismo el carácter que ya tiene, pero sí evidenciaría su fracaso histórico, su carácter de cosa inacabada, de tentativa, de conato. Su marcha sobre Roma recordaría entonces más a la marcha sobre Roma de Sila que a la de Julio César, y su etapa de mando más a un período conservador y regresista que a uno revolucionario y fértil.
4. EL ROBUSTECIMIENTO DEL ESTADO MEDIANTE LA INCORPORACIÓN DE LOS TRABAJADORES
Por el momento, la eficacia fascista, en cuanto a haber logrado la colaboración proletaria, parece superior a la de la democracia burguesa. No puede ponerse en duda que los obreros italianos están hoy más identificados con el Estado fascista que los obreros franceses, por ejemplo, con el Estado democrático-parlamentario de Francia. Este hecho puede proceder de una situación sentimental, lo que significaría su carácter transitorio y movedizo, más que de una realidad social-económica, lo que le proporcionaría un valor más firme, pero es un hecho existente y formidablemente representativo.
El Estado fascista ve ante sí la posibilidad de acrecer su fuerza histórica, haciendo que la incorporación proletaria represente para él la misma eficacia que la incorporación de la burguesía, con la revolución francesa, supuso para el Estado napoleónico. Es evidente que la sorpresa de Europa, ante la pujanza imperial de Napoleón, procedía de que Europa desconocía, al parecer, que la primera consecuencia del hecho revolucionario de 1789 fue vigorizar considerablemente el Estado con la ascensión política de la burguesía. Esto, hoy lo vemos con claridad solar. Antes de 1789, el Estado no tenía otro poder que el emanado de estas tres fuerzas: el rey, la nobleza y la Iglesia. La revolución francesa puso el Estado sobre las anchas y poderosas espaldas de la burguesía, grande y pequeña, y las consecuencias las aprendió Europa a través de las jornadas imperiales de Napoleón. No se olvide que el espíritu bonapartista era el mismo espíritu jacobino hecho jerarquía y disciplina, es decir, milicia.
Pues bien, parece que no escapa a la perspicacia y a la agudeza histórica y política de Mussolini que sólo, en tanto consiga realizar con los trabajadores un fenómeno similar, logrará para el Estado fascista verdadera trascendencia, y para Italia verdadero imperio.
Las dificultades del fascismo italiano para la realización plena de semejante perspectiva histórica son enormes. En lo que hemos escrito están insinuadas las de linaje más peligroso. Quizá el fascismo, agobiado por el problema de asegurarse férreamente desde el principio, está ligado con exceso a viejos valores, cuya vigencia perturbaría casi por entero la ambición histórica a que nos venimos refiriendo.
5. EL FASCISMO Y LAS INSTITUCIONES DEMOBURGUESAS
Mussolini desmoronó con gran sentido revolucionario las instituciones políticas de la burguesía. Deshizo el parlamento, destruyó las oligarquías partidistas y acabó con el mito de la libertad política, cosas todas ellas que no vacilamos un solo minuto en señalar como un servicio a la subversión moderna. No hay, en efecto, nada más insólito y deprimente que ver hoy a las masas concediendo el más mínimo crédito a esos reductos políticos de la democracia parlamentaria, cuya vigencia, además de desmoralizar y corromper a los partidos obreros, asegurará siempre la victoria a la burguesía, dueña del dinero, y, por tanto, monopolizadora de la gran propaganda, de la prensa y de todos los resortes del triunfo electoral.
Efectivamente, la revolución fascista tiene en su haber el desmoronamiento real y teórico de las formas políticas demoburguesas. Y aunque ello sea apreciado, desde el sector marxista mundial, como una vigorización de las posiciones de la burguesía, ya que robustece su seguridad con instituciones más firmes que las parlamentarias, las consecuencias históricas que en nuestra opinión deben deducirse de aquel hecho son precisamente de linaje contrario. Pues desplazada la burguesía de las formas políticas y de las instituciones que le son propias, aquellas que son una típica creación suya y a cuya vigencia debe de hecho su desarrollo económica y su fuerza social, es notorio que resulta a la postre debilitada como poder histórico y político.
Arrebatar en un país a la burguesía su democracia parlamentaria, su culto al libre juego económico y político de las energías individualistas, y ello de un modo definitivo, sistemático y doctrinal también —es decir, no al estilo de transitorias dictaduras reaccionarias, de esas que dejan resquicios para el futuro y a las que desde luego el buen burgués aplaude, como aquí en España aconteció con el general Primo de Rivera—, arrebatarle todo eso en la forma que lo hace el fascismo, con cierto sabor catilinario y adoración pública a los mitos de imperio, acción directa y coacción absoluta, es, no lo dude nadie, iniciar la descomposición radical de la burguesía como clase rectora y predominante. En resumen, que el espíritu burgués, y de ello trataremos en otro capitulo posterior, no respira a sus anchas en la atmósfera del fascismo, no está en él ni se mueve en su seno como el pez en el agua o el león en la selva. No está en su elemento. Esto nos conduce a extraer una consecuencia: el fascismo no es una creación de la burguesía, no es un producto de su mentalidad, ni de su cultura, ni menos de sus formas de vida.
Quizá acontece con el fascismo lo que ya apuntábamos en relación con el régimen soviético. Que son fenómenos típicos de la subversión que se empieza a desarrollar en nuestra época, y fenómenos con características de índole nada definitiva ni conclusa, sino más bien como las primeras erupciones, anunciadoras de algo aun sin sobrevenir. Por eso, abundan en ellos contradicciones que no se presentan nunca en sistemas definitivos, acabados y perfectos. Así resulta que el marxismo, doctrina internacional y extraña en absoluto a la idea de Patria, salva a Rusia «nacionalmente», fenómeno por lo menos tan extraño como el de nacer un almendro donde se hubiese hecho la siembra de un naranjo. Y que el fascismo italiano, victorioso contra los «proletarios», y en muchos aspectos —no el menor en el de su financiación— aupado por la gran burguesía, tenga que ser quien busque el robustecimiento de su Estado en la adhesión y la colaboración de los trabajadores.