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V. La impotencia o incapacidad revolucionaria del marxismo

 

En las páginas dedicadas al fascismo italiano y al racismo socialista alemán, hemos dejado ya insinuado y perfilado el hecho. No se acepta con facilidad, y menos que nadie, claro es, lo aceptan los marxistas, que, realizándose en esta época un designio a todas luces de índole subversiva, no sea el marxismo, como doctrina revolucionaria y como bandera revolucionaria, quien interprete y dirija los cambios que se vienen produciendo en Europa. Pues en los umbrales mismos de esta era, cuando se iniciaron con el bolchevismo ruso los acontecimientos subversivos, el marxismo parecía recoger todas las energías revolucionarias y, por su propio prestigio y significación entre los proletarios, parecía también ser el llamado a efectuar con éxito las transformaciones económicas y políticas que se presentían.

Ahora bien, que no ha sido ni ha resultado así, no nos parece a estas alturas de mayo de 1935 una afirmación teórica ni especulativa, sino una afirmación real, basada en los hechos incuestionables que vienen sucediéndose.

Y a pesar de eso, el marxismo ha sido quizá el movimiento político-social más fértil desde hace siglo y medio, desde la Revolución francesa, y uno entre los cinco o seis más importantes de todo el último milenio. Sin embargo, el marxismo se aleja a gran velocidad de los planos triunfales, y queda fuera de las trasmutaciones que se realizan, aun figurando éstas revestidas de un signo social evidente, y de perseguir, como uno de sus más valiosos objetivos, la ascensión de los «proletarios» a categoría de soportes y sostenedores del Estado.

No creemos que sea ajena, a la incapacidad revolucionaria del marxismo, la presencia de unos cuantos factores, que escoltan, limitan y definen sus contornos, dejando fuera, a extramuros de él, fuerzas numerosas, asimismo disconformes, nada responsables del sistema económico capitalista, y provistas de una gran capacidad para el entusiasmo, la lucha política y el descubrimiento de formas sociales y políticas nuevas.

Esos factores son claramente:

 

1. EL TRIUNFO DEL BOLCHEVISMO EN RUSIA

El frente marxista mundial ha quedado en efecto quebrantado, de un modo paradójico, con la victoria soviética. Y ello no sólo por la consecuencia inmediata de dividirlo en dos fracciones, en dos internacionales y en dos banderas. Sino por algo más profundo y de consecuencias más graves. Desde 1921, fecha que podemos señalar como término del comunismo de guerra y de la guerra civil contra los ejércitos contrarrevolucionarios blancos, y asimismo fecha de comienzo de una edificación, que pudiéramos llamar normal, de la economía socialista en Rusia, la influencia subversiva de la revolución soviética se debilita y disminuye en los demás pueblos.

Evidentemente, los ejércitos rojos en campaña eran de una mayor eficacia para las propagandas marxistas que las películas de electrificaciones, las revistas gráficas, con los bustos broncíneos de los proletarios, y las grandes obras públicas del régimen. La hora bolchevique fue ésa, el bolchevismo de guerra. Lenin lo vio con absoluta claridad. Las famosas 21 Condiciones, dictadas por él mismo como definición de lo que era y tenia que ser la III Internacional, se encaminan a ligar la revolución mundial bolchevique con los períodos heroicos y «ascendentes» de la revolución rusa. En su Condición 3.ª, se declara que en Europa y América «la lucha de clases entra ya de lleno en el período de la guerra civil». Pero sucedió que la revolución rusa quedó la única triunfante, que fracasó el bolchevismo húngaro, que fracasaron los bolcheviques alemanes, y que, como tenía necesariamente que ocurrir, la III Internacional, radicada en Moscú, perdió en absoluto el contacto con la realidad, dictó consignas que en muchos momentos alcanzaron un signo de veras pintoresco. Quedó, en resumen, reducida, al convertirse Rusia en «Patria bolchevique de los rusos», a una organización de propaganda y espionaje, al servicio del imperialismo y de los intereses moscovitas.

Los partidos comunistas mundiales evidenciaron muy pronto su impotencia para la conquista revolucionaria del Poder, y, donde lo tomaron episódicamente, como en Hungría y Baviera, la imposibilidad de retenerlo para edificar un régimen socialista. Con ello quebró la base combatiente de que disponía el marxismo, pues los cuadros comunistas eran, en efecto, la selección revolucionaria de la falange marxista mundial.

En tal situación, los grupos bolcheviques, cada día más picudos y enemistados con las clases medias que ascendían a un plano de «conciencia revolucionaria social», no han cumplido otra misión que la de actuar de eficacísimos «provocadores», para desencadenar el triunfo fascista en Italia y el racismo de Hitler en Alemania. Nada más.

La revolución rusa, triunfante, quitó además al marxismo su mito creador, su esperanza en algo de veras nuevo, que polarizase la ilusión de las grandes masas hacia objetivos en absoluto vírgenes. No es lo mismo hacer frívolamente una revolución, «para instaurar lo que en otro país hay», el régimen de Rusia, que hacerla respondiendo a una conciencia radicalmente subversiva y disconforme, producto verdadero de las realidades cercanas sobre que operan siempre las revoluciones.

¿Y el marxismo no bolchevique? ¿Y los partidos socialistas? Realmente, los hechos europeos advierten que han tenido casi el mismo destino que los partidos comunistas. Pues su apartamiento y distanciación de ellos no les proporcionó las ventajas que eran de esperar, es decir, la absorción de otros elementos, la ampliación de su base, recogiendo las apetencias subversivas de toda la juventud, de las clases medias, no proletarizadas, pero sí estrujadas y hundidas por el gran capital financiero. Los partidos y las organizaciones socialistas no eran en general «una estrategia revolucionaria distinta» a la del bolchevismo, sino más bien la renuncia a toda estrategia revolucionaria, con lo cual, si ampliaron algo su base, fue por la simpatía que encontró esa actitud en los sectores sociales burgueses de carácter más liberal, es decir, más contrarrevolucionario e inoperante. Las rectificaciones han sido, asimismo, desafortunadas, según ha podido verse en febrero de 1934 en Austria y, en el octubre siguiente, en España.

 

2. LA CONSIGNA DE EXCLUSIVIDAD CLASISTA. LA DICTADURA DE LOS PROLETARIOS

He aquí otro de los factores que no debe olvidarse. El dogmatismo marxista, por excesiva fidelidad a la letra, al pie de la letra, ha inutilizado quizá uno de los postulados más fértiles: su carácter de doctrina al servicio de los trabajadores, de los proletarios, y su formidable tendencia a hacer de éstos una fuerza histórica positiva. Es lo que hemos expresado ya páginas atrás con la frase de «incorporación de los trabajadores a las tareas políticas y sociales de signo rector y dirigente». Pero el marxismo desorbito con rigidez ese mismo propósito, con la conocida consigna de la dictadura del proletariado, decretando así la no colaboración y la desaparición misma de todos los valores revolucionarios extraños a un signo de clase.

El marxismo dejó así, fuera, una zona social extensísima, compuesta precisamente por gentes que eran un producto de las formas económicas más nuevas, gentes de clasificación difícil, porque no representaban interés alguno particular propiamente capitalista, y a la vez no formaban tampoco entre los asalariados, esto es, pequeños industriales sin capital, oficinistas de grandes empresas, toda la juventud universitaria y los pequeños propietarios cultivadores de sus tierras. No era posible que esos núcleos sociales admitieran, sin más, ser enrolados en una consigna tan hermética, cerrada y rigurosa como la consigna marxista de la dictadura proletaria. Y ocurre además que toda esa zona de gentes aumenta cada día su fuerza numérica, y alcanza cada día asimismo, más aún que los asalariados, un papel de víctima de la crisis y peripecias por que atraviesa el sistema capitalista. El marxismo ha impedido que identifiquen su lucha con la de los proletarios, y de ahí que unidos a los intelectuales nacionalistas, y con un estilo subversivo, de batalla, hayan abierto su camino, otro camino, dando vida en Italia al fascismo, en Alemania al racismo socialista, y en otros puntos sigan sin norte propio, o, como en España, proporcionen triunfos electorales a las derechas capitalistas y burguesas (noviembre de 1933).

La consigna de la dictadura del proletariado es, además, estratégicamente ingenua. Comienza, sin obtener beneficio alguno de ello, por adelantarse a todo el proceso de la revolución, y presentar como primer objetivo el poder proletario. La revolución francesa, la revolución de la burguesía, dialécticamente explicada por el marxismo como su antecedente histórico, no se hizo por la burguesía con una conciencia exclusivista de clase, es decir, no se desarrolló bajo la consigna de «¡todo el poder para la burguesía!», aunque ésta fuere la consecuencia, sino que postuló unas reformas políticas y sociales, las que naturalmente, una vez impuestas e implantadas, o en camino de serlo, pusieron el Poder íntegro en sus manos.

 

3. SU DESCONOCIMIENTO DE «LO NACIONAL»

Otro factor, otra gran trinchera fuera de su órbita. Después de la Guerra, después de diez millones de hombres muertos por la defensa de sus Patrias, la idea nacional se reveló como una de las dimensiones más profundas que informan la vida social del hombre. El internacionalismo marxista declaró a «lo nacional» fuera de toda emoción revolucionaria, quedando así privado de una de las grandes palancas subversivas, bien pronto recogida en Europa y adoptada como lema de salvación por grandes multitudes. La idea de Patria y la defensa de la Patria son en efecto rotulaciones evidentes de la reacción política, y muchas veces, la mayor parte de las veces que se las invoca por los sectores regresivos, se hace en rigor escudando en ellas sus privilegios económicos. Pero todo eso no indicaría sino la bondad del acero de ese escudo, la eficacia de la idea nacional como plaza fuerte, lo que debía producir en los revolucionarios, más que su afán de negar la Patria, y de incluso desconocer su existencia, el afán contrario de conquistarla para la revolución.

 

4. EL MARXISMO SUBESTIMA VALORES REVOLUCIONARIOS DE MÁXIMA EFICACIA

Parece evidente que el marxismo no ha logrado poner al servicio de su acción revolucionaria la totalidad de los resortes emocionales, formales y prácticos que en la época actual existen. Su empuje subversivo, su lucha revolucionaria por el Poder, han carecido de fortuna. Su estrategia está estudiada para la pugna con los sistemas demoliberales y hasta dominada por cierta optimista creencia de que su hora, bajo el signo de la sucesión histórica, llegaría sin necesidad de muchos cataclismos.

Así, el resorte de la huelga general, el de adoptar posiciones de linaje antimilitarista y antiheroico, la intelectualización progresiva de los trabajadores, etc., que eran y resultaban utensilios revolucionarios de corto radio, pero de eficacia frente a una sociedad sin excesivas convulsiones, como la de la democracia parlamentaria, aparecieron sin embargo insuficientes y mediocres al advenir la época trasmutadora.

En presencia de fuerzas subversivas rivales, y también como reflejo de los años bolcheviques del comunismo de guerra, se iniciaron por las organizaciones marxistas rectificaciones en su plan estratégico. Dieron paso a una cierta moral de milicia, hicieron invocaciones a la disciplina y a la necesidad de adquirir eficiencia de carácter típicamente militar. Los resultados no fueron, sin embargo, muy satisfactorios. No en balde, el marxismo venía tradicionalmente dedicándose a la tarea de desprestigiar y aniquilar toda cualidad de ese linaje, toda tendencia humana a una disciplina de milicia, que llamaba despectivamente cuartelera. Y ello de un modo integral, informado por ese pacifismo humanitarista que rechaza en el hombre sus cualidades de soldado, actitud de tinte burgués absoluto. Pues se comprende que el marxismo, como toda organización de índole revolucionaria, sea antimilitarista respecto al Estado enemigo, luche porque éste no refuerce más su base armada, ya que su propósito es vencerle, pero cosa muy distinta de esa es renunciar en las propias filas revolucionarias a los valores peculiares de la milicia, y hasta de la moral de guerra, renunciar a los mitos heroicos y a la ilusión creadora por la conquista y el predominio.

Se cumple así de nuevo, en el marxismo, el destino de Catilina, que pagó con la derrota su incapacidad militar, su falta de destreza para convertir las masas subversivas en ejércitos poderosos. Catilina, a quien puede considerársele cronológicamente como el primer revolucionario de la historia, desencadenó su acción en una coyuntura exacta de Roma, pero predominaba en él el agitador y el intelectual más que el caudillo militar, y su revolución fue vencida por esa razón única. La prueba es que, pocos años después, Julio César, con el mismo programa de Catilina, pero dotado de altísimas virtudes y calidades militares, logró el triunfo.

Puede hoy afirmarse, sin ninguna duda, que si las grandes masas de proletarios, movilizadas por el marxismo en esta época, hubiesen alcanzado eficiencia militar, habría resultado quizá imposible escamotearle la victoria.

Acontece, pues, que el marxismo encuentra dificultades invencibles para la conquista del Poder. Se sabe, sin embargo, en la seguridad de consolidarse y de edificar triunfalmente un régimen económico nuevo, si efectuase aquella conquista con éxito. A dos marxistas destacados, uno español y otro francés, hemos oído una misma frase que señala y denuncia el drama actual del marxismo: «Désenos el Poder —decían— y verá usted cómo nos sostenemos en él realizando el socialismo.» Su problema es el problema del Poder. No otro. Precisamente, el problema insoslayable si espera realizar aún algún papel en la trasmutación contemporánea. Porque hay otras fuerzas persiguiendo la misma caza (1).

 

Nota

(1) Después de la revolución bolchevique todos los intentos insurreccionales de signo marxista han fracasado. He aquí los producidos, sin contar los que siguieron inmediatamente a aquélla: Insurrección de Hamburgo (1923), Estonia (1924), China (1926 y 1927), Austria (1934), España (1934).