VII. El paro forzoso. La humanidad a la intemperie
Toda la economía actual está basada y construida a expensas de un mecanismo de pasmosa sencillez, cuya única finalidad es ésta: el enriquecimiento humano. Desde fines del siglo XVIII, en que tuvo lugar un hecho tan imprevisible y sorprendente como la mecanización industrial, algunos hombres han tenido a su disposición resortes cada día más fértiles y maravillosos para el logro rapidísimo de tal designio. Creció la población humana en proporciones considerables, y su presencia era acogida con el máximo de júbilo, pues venía a cumplir una doble función, que era entonces, y ha sido hasta ahora, esencialísima: la doble función de producir y consumir, ambas cosas de un modo colosal y frenético.
Importa poco señalar si el incremento enorme de la población humana se debió a las formas de vida, aurorales y espléndidas, que aparecieron en el mundo con la civilización maquinística y las grandes empresas industriales, o si, por el contrario, fueron éstas un puro efecto de la sobrepoblación mundial. El hecho es que coinciden y se ensamblan ambos fenómenos, de tal modo que uno y otro traen consigo consecuencias idénticas.
Con gran facilidad puede seguirse minuto a minuto el proceso a que aludimos, desde el día, por ejemplo, en que quedaron montadas las primeras fábricas textiles en Inglaterra hasta el día mismo en que escribimos, asistiendo así al desarrollo completo del régimen capitalista. La trayectoria comprendería, pues, desde los pioneros, que aplicaron las primeras ventajas del maquinismo a la fabricación de mercancías, hasta las actuales manifestaciones de los trusts industriales y de las grandes crisis de ventas. Desde la aparición de una pequeña minoría de fabricantes «libres», con pobres recursos y maquinaria aún incipiente, hasta la culminación del capital financiero, de los grandes utillajes costosísimos y de las sociedades anónimas. No puede interesarnos el examen preciso de esa gran trayectoria, sino sólo el aspecto social de ella, y concretamente en cuanto explica el sentido del paro forzoso y de la miseria actual de las masas.
1. EL IDEAL DEL ENRIQUECIMIENTO PROGRESIVO
Siempre ha habido en la historia gentes dedicadas a aumentar lo más posible sus riquezas, pero es lo cierto que la experiencia había enseñado a los más, que sólo en un número de ocasiones relativamente pequeño era posible hacerse rico. Por eso acontecía, hasta fines del siglo XVIII, que la mayor parte de los hombres vivían libres de una especial tendencia a enriquecerse, derivando su capacidad a tareas que les proporcionaban un tipo de satisfacciones distinto a ese de ir acumulando y concentrando capital. Ocurría además, naturalmente, que estaban, por decirlo así, cegadas, poco a la vista, las posibilidades de hacer riqueza. Era cosa reducida eso que hoy llamamos «los negocios». Las fortunas existentes tenían carácter feudal, y las familias poseedoras de ellas, pertenecientes en general a la nobleza, estaban muy lejos de entregar su dinero a especuladores financieros de ninguna clase. De otra parte, los gremios, las sociedades gremiales, eran formas económicas casi estáticas, de muy leve inclinación a la aventura.
La aparición del maquinismo tuvo como primera consecuencia cambiar absolutamente el panorama. Los hombres dispusieron de medios numerosos de enriquecerse con rapidez. La cosa era bien sencilla. Se había realizado el hallazgo de unos seres, las máquinas, que producían cosas solicitadísimas por las gentes, en condiciones de costo tentadoras.
Al descubrimiento de los medios mecánicos de producir mercancías, sucedió el descubrimiento de los medios de transportarlas a todas partes, haciéndolas llegar a los centros de consumo con toda comodidad y en el mínimum de tiempo. El resultado económico era espléndido. Todos podían orientarse en pos del dorado industrial y comercial, recién aparecido. Había sitio para todos los que iban llegando porque, aparte de que el mundo consumía vorazmente todos los productos, había también la posibilidad, gracias a los progresos técnicos y al ingenio descubridor, de vencer a los fabricantes rivales, arrebatándoles los mercados cuando llegase un peligro de agotamiento, mediante el uso de maquinaria más perfecta, racionalización más eficaz de la producción y organización más eficaz, asimismo, de los transportes.
En tal situación, parecía prácticamente imposible que llegara a detenerse el proceso industrial, porque siempre podrían ser vencidas las dificultades, bien mediante la conquista de mercados nuevos, bien mediante el uso de máquinas más perfectas y más rápidas.
No nos interesa aquí ahora sino señalar, en un par de párrafos, las consecuencias inmediatas del frenesí creciente de producir, que se apoderó del sector humano en cuyo poder se encontraba el aparato industrial. Surgieron industrias nuevas a millares, se renovaba a cada momento su utillaje, introduciendo reformas que tendían siempre a producir más y más en menos tiempo. A medida, naturalmente, que avanzaba la técnica industrial, era preciso disponer de medios financieros más poderosos para montar las grandes fábricas, pues de un lado la maquinaria se hacía más cara por su misma complejidad y perfección, y de otro, se imponía la organización vertical de la producción, para ir superando las condiciones de costo y ganando batallas a la libre concurrencia.
Los grandes beneficios obtenidos por los industriales pasaron a ser utilizados, en forma de capital financiero, por las nuevas empresas a que obligaba el desarrollo de la producción, la amplificación de las antiguas y la adquisición del utillaje necesario, cada día más costoso. El capital financiero disponible resultaba insuficiente, y entonces se incrementaron las grandes sociedades anónimas, las instituciones bancarias, que recogían los ahorros y las disponibilidades financieras procedentes de las numerosísimas fortunas privadas, tanto de las hechas y surgidas en el proceso mismo de la industrialización, como de las antiguas fortunas estáticas, vinculadas a la tierra.
Todo entró y se puso entonces al servicio de la producción mundial. Se incrementó cada día el ideal de enriquecerse. Los negocios nuevos y la ampliación considerable de los antiguos, siguieron necesitando medios financieros fabulosos. Éstos eran obtenidos mediante las formas más varias de la especulación y del manejo del crédito. Sólo alcanzando éxitos inagotables y continuos, es decir, produciendo más y en mejores condiciones cada día, podía realmente irse sosteniendo el formidable aparato especulativo que gravitaba sobre la red de la producción mundial.
Un régimen económico así, de producción indefinida, y a base de ir aprisionando con el grillete maquinístico cada día más las condiciones financieras y humanas en que la producción se efectúa, encierra contradicciones tremendas. Pues en el momento en que apareciese, para una gran industria, el más leve indicio de crisis, un descenso obligado en la producción, se encontraría con que, habiendo preparado sus condiciones para lo contrario, es decir, para incrementar más aún su rendimiento, una disminución echaría por tierra sus propias bases de existencia. La gran industria resulta, así, que no es libre para regular la producción.
Pues hace, por ejemplo, cincuenta años, si en cualquier rama industrial ocurría que se precisaba disminuir en un veinte por ciento su ritmo de producción, ello era tarea factible sin trastornos graves, retirando un número mayor o menor de obreros, que al minuto pasaba a ocupar otro puesto en otra actividad, o en otra industria diferente. Pero hoy, tal fenómeno adquiere inmediatas proporciones de catástrofe. En primer lugar, porque esos obreros despedidos no tienen donde trabajar de nuevo, y en segundo, porque se proyectaría sobre la vida económica un peligro aún más hondo, con ser el del paro angustioso en extremo: el peligro de dejar paradas las máquinas. Esto, el paro de la gran maquinaria, del costosísimo utillaje de la gran industria, supone un percance de tal magnitud que hunde verticalmente el mecanismo económico entero. No se olvide que el capitalismo propiamente dicho es, en rigor, eso: la posesión de maquinas. Si éstas se paran, la ruina es inmediata y absoluta, porque su enorme valor, habiendo sido en la mayor parte de las grandes explotaciones adquiridas a crédito, lo es sólo en función de producción permanente.
Pero el capital financiero, con su fluidez característica, está y aparece ligado a los sectores más varios de la producción industrial, y ello de un modo simultáneo, es decir, mediante interferencias que le hacen sumamente sensible a cualquier crisis, sea cual sea la zona donde surjan. Con las acciones de una gran empresa se financia otra distinta, con el crédito y el volumen financiero de una se crea la de más allá, y todo ese tejido llega al ahorro y a los pequeños capitales por mediación de las instituciones bancarias y el incremento de la especulación bolsística.
La economía del gran capitalismo —propiedad mecanizada y crédito— se sustenta, pues, en una unidad rígida, en cuya base existen contradicciones sumamente peligrosas. Las economías privadas, los grandes y los pequeños negocios, las riquezas particulares, viven así a expensas de la realidad más frágil.
En la culminación del ideal de enriquecimiento está ese panorama. Al adoptarlo los hombres como norte, y al iniciar la ascensión hacia su logro de un modo individual, liberal, cada uno con su propio problema, su economía y sus sueños, la consecuencia es que de pronto todos aparezcan ligados, pendientes de los mismos peligros y jugando la misma carta. Paradójicamente, pues, la mentalidad liberal-burguesa, que inició una etapa de vigorización económica individualista en la que «cada uno» buscaba mediante la libre concurrencia forjar su propia riqueza, termina, en cambio, en un sistema económico cerrado, donde un entretejido sumamente complejo une en un solo organismo las riquezas todas de todos.
2. EL HOMBRE RECUPERA SU SENTIDO «SOCIAL»
En el fondo de la actividad individualista, y que informa el proceso descrito del régimen capitalista, hay a la par que una sobreestimación consciente del valor individual una subestimación subconsciente del mismo. El hombre se sabe en cierto modo desamparado, desligado de conexiones seguras, y, como si dijésemos, a la intemperie. Así el ideal de enriquecimiento progresivo vendría a ser una tendencia del hombre a forjar, mediante la riqueza, una especie de protección, que sustituyese las «conexiones sociales» que, antes de la etapa individualista, existían de una manera evidente. (Conexiones basadas en la fe común, en el gremio común, en la unidad de cultura, en la profesión misma uniforme, la milicia, etc.)
Comienza hoy, pues, a verse claro que la «dimensión individual» del hombre se ciñe casi exclusivamente a valores de índole económica, y que su cultivo histórico, a la vez que inauguró la era capitalista, nos ha conducido a la hora actual del mundo, a las grandes crisis, a la zozobra misma económica de las fortunas privadas y, sobre todo, a multitudes enormes en la situación más crítica que, desde el punto de vista social y económico, puede concebirse: la de parados, la de residuos, sin tener absolutamente nada, ni posibilidad alguna de ganar nada.
El hombre se ha encontrado, pues, con que las seguridades, las protecciones que buscaba y que algún día creyó de veras firmes, se le escapan de la mano. Penetra así en una disposición de ánimo que le conduce necesariamente a descubrir y aceptar las perspectivas de «lo social». Quizá sean de este orden las causas que explican la vigencia mundial de formas de vida, instituciones y modalidades, en las que hoy predominan, sobre cualesquiera otras, las ideas de solidaridad y de destino común. El hombre abandona, pues, su tendencia a descansar exclusivamente en categorías individualistas y busca y apetece entrar con «los demás» en un orden de realizaciones más firmes y seguras.
Este fenómeno, de valoración cada día más intensa de «lo social», aparece hoy en todas las manifestaciones que poseen el cuño típico de la época. El mismo explica, por ejemplo, el reencuentro de las grandes masas populares con la idea de Patria, encontrando y percibiendo en ella tanto su carácter de refugio como de instrumento y resorte, con el cual, y a través del cual, es sólo posible la propia vida. Explica asimismo el hecho de las economías privadas numerosas, de signo modesto (salarios, sueldos, pequeños negocios de distribución), con pleno sentido de la imposibilidad de enriquecimiento propiamente dicho, y disponiendo a la vez sus individuos de un equilibrio, moral y material, ajeno en absoluto a toda actitud socialmente resentida. Explica también la uniformación de las masas, que luego estudiaremos, el redescubrimiento de una moral de milicia y el sentido mismo de las subversiones juveniles que vienen operándose.
3. EL PARO, SÍNTOMA DECISIVO
Hemos visto que la supermecanización industrial y el soporte financiero de las grandes empresas obligan, ante un amago de crisis, a sacrificar el hombre a la máquina. Antes que parar las máquinas, lo que supondría la caída financiera de la industria, se lanza si es preciso a centenares de miles de hombres al paro forzoso. La causa remota y única de ello hay que buscarla en que todo el sistema económico a cuyo cargo ha estado desde el primer día la producción industrial, se basa en el principio del enriquecimiento progresivo y en la libre concurrencia. Es decir, la producción no tiene como finalidad primera servir las necesidades de los hombres y proveerles de artículos de consumo, sino otra distinta, ajena absolutamente a ese sentido, la de ser y constituir un medio de lucro, una manera de enriquecerse.
La red parasitaria que rodea el sistema entero de la producción y de la distribución alcanza proporciones enormes. No es ya el industrial, el empresario, quien figura en ella de un modo único, ni principal siquiera. Pues la intervención del capital financiero, la presencia de accionistas innumerables en las sociedades anónimas, la especulación en torno a los títulos industriales, los bancos comerciales intermediarios, etc., constituyen una serie de factores que pesan e influyen perniciosamente en la economía actual supercapitalista.
Que el final de todo el sistema conduce a situaciones insostenibles, procedentes de las contradicciones fundamentales que vienen operando en él desde su nacimiento histórico, parece una evidencia que muy difícilmente puede hoy ser negada. Esa evidencia es el paro forzoso, la realidad social de que haya en el mundo cuarenta millones de hombres sin tarea y sin pan. Por lo que llevamos dicho se advierte, claro es, que son aquellos países más industrializados, y donde el sistema de superproducción capitalista alcanza más altas conquistas, quienes padecen el paro forzoso con mayor relieve. (En 1932 había en los Estados Unidos once millones y medio de parados; en Inglaterra, cerca de tres millones, y en Alemania, cinco millones y medio.)
Ahora bien, no consideramos lógico ni justo lanzar condenación alguna a la industrialización propiamente dicha, y menos a los avances técnicos del maquinismo. Pertenecen a un signo de valores humanos de magnitud grandiosa, y sólo el hecho de haber sido puestos al servicio de un concepto, desviado y erróneo, de la producción les da un aparente carácter perturbador y nocivo.
El paro forzoso que hoy advertimos no es ni coincide con el de las capas humanas más ineptas e invaliosas. Entre todos esos millones de hombres parados los hay, sin duda, de gran preparación profesional y buenos técnicos en sus respectivas ramas industriales. Y más aún, no se trata sólo de asalariados, de proletarios. El paro amenaza hoy asimismo a zonas inmensas, pertenecientes a las clases medias, y se agudiza cada día con caracteres más graves en las juventudes. La mentalidad del hombre parado, o en peligro de estarlo un día cercano, es de un signo trágico muy singular, y quizá se amasa hoy en ella uno de los factores que más van a influir en los resultados subversivos de esta época.
Resulta, pues, que se ha efectuado así un viraje radical en cuanto a lo que podemos denominar luchas sociales. Hasta aquí, durante el período ascensional del capitalismo, las masas obreras disputaban los beneficios que se obtenían, logrando mejoras de índole social y aumento de salarios. La consigna era liberar a los trabajadores de la explotación. Parece que todo eso está en camino de sufrir un cambio absoluto. En primer lugar, porque es patente la existencia de una profunda crisis que hace en muchos casos problemáticos e inexistentes los beneficios de las empresas, y, no habiéndolos, mal pueden ser disputados ni por los trabajadores ni por nadie; además, un aumento de salarios, cuando es a costa de medidas inflacionistas y artificiales, al objeto de provocar una subida de los precios y una elevación —elevación ficticia— del poder adquisitivo de las masas, no supone ventaja alguna real. En segundo lugar, no es explotación auténtica lo que en último término padecen los proletarios, sino algo peor o mejor que eso, pero distinto: están parados. Es decir, reducidos a una categoría social nueva, en situación dramática de seres residuales, sobrantes, sin nada que hacer.
Todos los síntomas son, pues, de que nos encontramos en una hora crucial del mundo. Difícilmente podrá dentro del actual sistema realizarse hallazgo alguno que suponga una solución duradera. El fenómeno del paro forzoso, repetimos, está contribuyendo a dotar a nuestra época de un elemento importante para la elaboración de formas de vida económica y política de signo aún no totalmente previsible. Se trata de que el hombre descubra nuevas tareas para el hombre. Servicios nuevos. Cómo y por qué vías esas tareas van a descubrirse, es algo que aún no se sabe con certeza, pero sí que constituyen una de las finalidades, una de las metas cuya conquista persigue el período transmutador hoy vigente.