Índice del artículo

 

IV. Racismo socialista en Alemania

He aquí otro gran fenómeno de la subversión moderna que ha crecido y ha triunfado, no sólo fuera de la órbita bolchevique, sino en oposición a ella. Ahora bien, para comprenderlo en su sentido más exacto, lo primero que se requiere es despojarlo de las calificaciones «fascistas». Pues ningún valor esencial, ninguno de los ingredientes sustantivos que caracterizan al movimiento nacional-socialista y a los que quepa señalar como determinantes de su victoria, procede del fascismo italiano. La forma del saludo, el uniforme de sus masas y la rígida disciplina a un jefe, son dimensiones de él verdaderamente superficiales y episódicas, sin trascendencia alguna como vértebras de la revolución.

 

1. ¿QUÉ ES «LO NACIONAL»?

Una vez más, como en las consecuencias últimas del bolchevismo, como en una de las categorías fundamentales del fascismo, nos encontramos aquí con un fenómeno «nacional», con algo que ocurre y sucede en la órbita de «lo nacional», y dentro de ella se justifica por entero. Pero claro que hay que precisar la expresión. Porque nada de signo más diferente que la significación de «lo nacional» para un bolchevista ruso, para un fascista italiano y para un social-racista alemán.

Lo nacional en el bolchevique ruso es un hallazgo inesperado, un valor que aparece de pronto en el camino histórico de su revolución, una consecuencia, algo que configura realmente su esfuerzo y que acoge, desde luego, con verdadero júbilo.

En el fascista italiano, lo nacional viene a ser una turbina generadora de entusiasmo, una necesidad ideal, sin cuya existencia se sabe degradado, reducido a la vileza histórica. Es una mezcla de sueño, de fantasía, de mito.

El nacional-socialista alemán vive ese concepto como una angustia metafísica, operando en él un resorte biológico y profundo: la sangre. Es, por ello, racista. Alemania es, pues, para él un organismo viviente, que marcha por la historia en plena zozobra, entre acongojada y fuerte, sostenida en todo momento por el espíritu de sacrificio y la vitalidad misma de todos los alemanes.

 

2. LA SÍNTESIS NACIONAL-SOCIALISTA

La síntesis de «lo nacional» y de «lo social», que es para los observadores y comentaristas extranjeros la suprema dificultad vencida por Adolfo Hitler, aparece a la luz del racismo socialista como una empresa de pasmosa sencillez. La agitación en torno a los problemas de índole social-económica, la tarea de abordar sus crisis y delimitar ante las masas los propios trastornos y perjuicios que le sobrevienen, resulta en los demás pueblos una cosa en extremo árida, cuya única emoción posible es, si acaso, de índole negativa, a base de ofertas demagógicas que satisfagan las apetencias concretas de los grandes auditorios. Pero en Alemania se produce una variante fundamental, de clarísimo signo racista, y cuyo manejo ha proporcionado realmente a Hitler la victoria. Pues la desgracia de cada alemán no es sólo suya, coincide y se identifica con la desgracia de Alemania, de la Patria entera.

Cuando Hitler, en sus discursos patéticos ante aglomeraciones enormes de alemanes, presentaba el panorama terrible que ofrecía el pueblo alemán, arruinado, en paro forzoso, en peligro permanente de verdadera esclavitud económica, sumido en la desgracia, los éxitos más resonantes y la emoción más profunda de las masas los conseguía al deducir las consecuencias que todas esas miserias acarrearían a Alemania, y por tanto, cómo era imperioso, imprescindible y urgente restituir a los alemanes el pan y el bienestar, para hacer posible de nuevo una gran Alemania. Claro que esta especie de apelación a la Patria alemana permitía a su vez a Hitler señalar ante las grandes masas, como originadores y culpables de sus desdichas de índole material, no a unas ideas erróneas, ni tampoco a meras abstracciones, sino a enemigos concretos, enemigos de Alemania misma como nación, y sobre todo, bien visibles y señalables con la mano: De una parte, el judío y su capital financiero; de otra, el enemigo exterior de Alemania, Versalles, y sus negociadores, firmantes y mantenedores, es decir, los marxistas y la burguesía republicana de Weimar.

El pueblo alemán comprendió y entendió «la voz» de Hitler, que le hablaba de veras a lo más profundo y real de su naturaleza. Que sublimaba sus angustias diarias, dándole relieve heroico y suprema categoría de catástrofe nacional alemana. Iba así comprendiendo el obrero en paro forzoso, el industrial en ruina, el soldado sin bandera, el estudiante sin calor, el antiguo propietario sin fortuna, toda la gran masa, en fin, de gentes como desahuciadas y preteridas por el sistema vigente, que todas sus miserias y toda su desazón eran producto de un gran crimen cometido contra Alemania, crimen ocultado al pueblo por la cobardía y la traición de «los criminales de noviembre», edificadores del régimen de Weimar y verdaderos cómplices de todos los actos realizados contra Alemania. Pues constituían partidos y sectas cuyo espíritu era absolutamente ajeno al espíritu de Alemania, manejados por el judío y elaborados por gentes de otras razas, invasoras y aniquiladoras de la gran raza alemana.

Así comenzaron los alemanes a levantar su ánimo, a sobreponerse, a «despertar». («Deutschland, erwache!» «¡Alemania, despierta!», era el grito atronador y permanente de los nazis) Pues no se conoce medicina más eficiente, recurso más seguro, para devolver las energías a un pueblo preterido y en desgracia, que mostrarle con el dedo los poderes y las fuerzas culpables de su preterición, de su angustia y de su miseria.

 

3. NO UN SOCIALISMO PARA «EL HOMBRE», SINO PARA «EL ALEMÁN»

Bien sencillo es, pues, el complejo emocional a que obedece el racismo socialista. Pues estamos en presencia de una idea social, de un socialismo, cuyo móvil reside, no en la necesidad de conseguir justicia para los alemanes, como hombres a quienes priva de bienestar un régimen económico injusto, sino más bien en la idea de conseguir para Alemania, como pueblo, como raza, como unidad viviente, el régimen social mejor y más justo.

Por eso, el anticapitalismo del hitleriano es diferente al anticapitalismo del marxista. Aquél ve en el régimen capitalista no sólo un sistema determinado de relaciones económicas, sino que ve también al judío, añade al concepto económico estricto un concepto racista. La idea antijudía y la idea anticapitalista son casi una misma cosa para el nacional-socialismo. Y es que, como hemos dicho, el alemán objetiva su problema particular en Alemania, y su inquietud socialista persigue en todo momento una ordenación en beneficio de la raza entera.

El marxismo dejaba, pues, intactas en el alemán sus reacciones más íntimas y vigorosas. Resbalaba episódicamente por su superficie, y sólo en los falsos alemanes, es decir, en los individuos naturalizados en Alemania pero extraños a la voz de la sangre, al mito de la raza, podía constituir una actitud más profunda.

No es, pues, «el hombre», sino «el alemán», quien resulta así objeto estimable para el socialismo racista. Por eso, el programa de Hitler establece con claridad diferencias entre los que denomina «ciudadanos alemanes» y los otros, los demás que como extranjeros residan en Alemania, reivindicando sólo para aquéllos el derecho a participar del acervo económico y de las posibilidades económicas de Alemania.

 

4. AL SERVICIO DE LA SUBVERSIÓN

El movimiento hitleriano polarizo desde luego en torno a su cruz gamada la capacidad subversiva de las juventudes. Es ese hecho, ese detalle, lo que hace de él un fenómeno moderno, situado en la línea trasmutadora, y lo que lo reafirma como valor revolucionario en el proceso mundial en desarrollo.

También su victoria se ha producido ante los ojos atónitos de los «revolucionarios» tradicionales. Diez o doce millones de marxistas han sido testigos bien cercanos, asistiendo, con el parpadeo veloz de la extrañeza, al espectáculo de unas multitudes catilinarias en pos del mando, sin necesitar nada del marxismo, prescindiendo de él para su estrategia ascensional y subversiva. Un fenómeno típico de rivalidad, en el que una revolución triunfa sobre otra llegando antes a la meta del Poder.

¿Quién puede dudar que las masas hitleristas, aquellas gentes del uniforme pardo y la juventud sobre los hombros, eran más revolucionarias y subversivas que los otros, los buenos social-demócratas, embutidos en sus Sindicatos y rebosando sensatez y años por sus poros? Aquéllos resultaban los verdaderos disconformes, los verdaderos movilizados para la tarea trasmutadora. Y también, los que realmente estaban provistos de la energía y la decisión necesarias para dar la cara a las dificultades de Alemania.

El episodio de la toma del Poder por Hitler, así como el proceso posterior y los hechos posteriores que le convirtieron en conductor único y supremo del Reich, tiene asimismo el signo de cosa fatal, directa y segura, de algo cuyo soslayo y escamoteo resulta vano e imposible. Todas las resistencias y todas las dificultades fueron movilizadas para detener la marcha nacional-socialista, para desmoronar sus efectivos y para desvirtuar a la hora final su peculiaridad revolucionaria. Nada sirvió de nada. Pues la mecánica del hitlerismo manejaba las fuerzas motrices esenciales, y lo arrolló todo con el paso más firme y la fe más ciega. Tomó el Poder del modo más adecuado, sencillo y natural, según corresponde a un estratega que sabe el secreto de estos tiempos, es decir, la diferencia que hoy es forzoso establecer entre el problema de la toma o conquista del Poder y el problema revolucionario, el de hacer una revolución, cosa en extremo seria y complicada, que necesita algún tiempo y ser desligada estratégicamente de la primera.

 

5. DESPUÉS DE LA MURALLA MARXISTA, LAS OTRAS DOS: LA OLIGARQUIA MILITAR Y LOS JUNKERS

Hitler recibió el Poder, no sin dificultades enormes, no sin poner a prueba su fe en los destinos finales del nacional-socialismo, no sin verse obligado a negociar concesiones, y hasta casi tolerar su entrada en la Cancillería amordazado por los junkers.

Los junkers, los señores, fueron quienes desarrollaron la última maniobra táctica para impedir la «revolución nacional-socialista». Le abrieron a Hitler la fortaleza de la Cancillería, creyéndolo ya reducido y dispuesto a ahogar él mismo la revolución, a desarrollar una política que bebiese sus inspiraciones en la línea tradicional, prusiana y reaccionaria de los junkers, y permaneciese seca y muda ante las apetencias subversivas de las propias masas nazis.

Es sabido cómo el general von Schleicher, horas antes de la ascensión de Hitler al Poder, organizó un golpe de Estado militar, con las guarniciones de los cantones de Berlín, y buscó la adhesión de los Sindicatos socialdemócratas para que le apoyasen de flanco con una huelga general. La vacilación de estos elementos, que no estaban para revoluciones ni aventuras, permitió que se cumpliera el plan de los junkers, de formar un gobierno Hitler, en el que éste no tuviera mayoría. Hitler hizo todas las concesiones que se le pedían, aceptó la mínina representación de dos ministros, se prestó a tapar el escabroso asunto de «la ayuda al Este», etc. Pero Hitler sabía bien que la victoria era, en el fondo, ya por entero suya. Después de dejar atrás, vencida, la enorme mole del marxismo, después de dejar también atrás reducida la potencia militar de Schleicher, ahora el forcejeo con aquellos junkers, con aquellos pequeños grupos osados pero sin vigor ninguno, le parecía un puro juego infantil, y si le infundían algún respeto era porque detrás de los junkers estaba todavía vivo, en la Presidencia del Reich, el viejo mariscal Hindenburg.

Los dos o tres meses de colaboración y pugna con los «señores» constituyen la película más interesante en orden a la potencia arrolladora del nacional-socialismo, advirtiéndose la destreza y naturalidad con que los acontecimientos se le entregan, aun a costa de contundencias visibles que pusieron espanto en el ánimo de los junkers, y le indicaron con gesto elocuentísimo la pérdida absoluta y radical de la batalla.

¿Hasta qué punto se realizará la revolución nacional alemana y qué destino le espera? Las jornadas de castigo en junio de 1934 demostraron su enorme capacidad patética y dramática. En ellas murió Strasser, el nacional-socialista más identificado con los intereses verdaderos de las grandes masas populares, y en ellas hizo su aparición por vez primera ante las juventudes el espectro de la desilusion y del desaliento. Todo parece hoy conjurado, y Hitler, al frente de los destinos de Alemania, al frente de setenta millones de alemanes, escoltado por los dos mitos de la raza y de la sangre, es y constituye, sea cual fuere su ulterior futuro, uno de los fenómenos más patéticos, extraordinarios y sorprendentes de la historia universal.

Ahí queda otra gran respuesta, otra gran manifestación del gigantesco espíritu subversivo que hoy opera con jurisdicción mundial.