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VIII. La uniformación de las masas. El uniforme político y su autenticidad

 

La presencia de las juventudes, en el área fundamental de las luchas políticas, ha coincidido con un hecho visible, el de incrementar la manifestación externa del signo político a que aparecen adscritas. Ello ha venido a producirse en una hora madura para la uniformación, en una hora de reencuentro de la dimensión «social» del hombre, es decir, de subordinación y disciplina a valores y categorías de linaje sobreindividual y colectivo.

 

1. EL SENTIDO DE LO UNIFORME

Evidentemente, en todo el período de civilización liberal-burguesa ha regido una tendencia a sustraer la vida de toda uniformidad. El culto a los valores individuales produjo como lógica consecuencia el culto a la dispersión, a la variedad y a la indisciplina. Un culto así se manifestaba, tanto en el orden político, como en el orden de la vida diaria y en la apreciación o signo de los gustos. Entre las cosas objeto de desvío estuvo, por ejemplo, el uniforme, es decir, el traje único e idéntico. Quizá pueda buscarse en este hecho la permanente hostilidad que los grupos y las ideas más propias del espíritu demoburgués han tenido para la milicia y los militares, valores inseparables de un concepto de la uniformidad, y gentes que no perdieron su carácter de «uniformados», esto es, a la vez representativo de su función y exteriorización pública de ella.

Durante la vigencia demoburguesa, se «ha odiado» al uniforme, y se ha tenido hacia él una subestimación profunda. Pero acontece en torno a este hecho una cosa singular, denunciadora entre otras de cómo el espíritu burgués obedece en sus valoraciones a criterios de refinada simulación. Así ocurre que se ha venido prescindiendo del uniforme, y se ha visto siempre en él una tendencia determinada, sin enjuiciarlo ni comprenderlo en su verdadero sentido. Vestir uniforme era para el burgués una aspiración a destacarse, a reforzarse, es decir, a afirmar más aún la personalidad individual. Nada más erróneo, ni más falso. Tiene lugar precisamente lo contrario de eso. Quien se uniforma, quien viste uniforme, lo que hace realmente es disminuirse como «individuo», entrar en unas filas, donde él como individuo pierde relieve y significación, pasando a ser un número anónimo en ellas.

No el traje uniforme, sino el otro, el traje demoburgués, es el que realiza y cumple, de hecho, la tendencia a destacarse y valorarse «individualmente». Se puede decir que distingue al burgués el afán de distinguirse. Por ello, su traje permite una serie innumerable de formas y recursos, mediante los cuales puede ser lograda la diferenciación social. Desde el sombrero hasta los zapatos, todas las prendas pueden ser de una tela o de otra, de un color o de otro, y son capaces de mil abalorios y aditamentos, que dan más o menos prestancia y relieve, esto es, más o menos significación al individuo.

Ahora bien, la mecanización industrial y su consecuencia la producción en serie, es decir, de objetos iguales e idénticos, es uno de los fenómenos que comenzaron a tragar al propio espíritu y estilo del cual eran hijos. Lo mismo que la economía supercapitalista produjo la casi fusión de las economías privadas, siendo así que procedía de una etapa de economía liberal, individual, también la producción en serie venía a destruir la tendencia primera a la dispersión del traje.

 

2. LA APARICIÓN DE LAS MASAS

El concepto, hoy tan usado y corriente, de «las masas» obedece a un fenómeno muy cercano, y quizá muchos lo utilizan de un modo erróneo. Pero resulta que, sin saber de fijo qué son las masas, poco puede ser comprendido a derechas de cuanto está transcurriendo desde hace quince o veinte años, pues son ellas, las masas, quienes lo efectúan, realizan y dotan de sentido.

Durante el siglo XIX, época típicamente individualista y burguesa, no había masas ni existían masas. La aparición de éstas como tales, repetimos, es fenómeno reciente, surgido en esta misma época que ahora vivimos. Algo, por tanto, posterior a la vigencia demoliberal y al proceso ascensional del capitalismo, o, por lo menos, coincidente con su culminación y con la inauguración o apertura de su declive. En efecto, la civilización individualista y las formas sociales y políticas a que daba lugar no constituían atmósfera adecuada para la existencia de masas. Pues éstas no son simples aglomeraciones, no aparecen de un modo forzoso vinculadas a la presencia de las multitudes. El concepto político-social de «las masas» no tiene, en una palabra, mucho que ver con el concepto de mayorías o minorías, propio de la época —hoy ya vencida— a que hemos hecho alusión

Para que las multitudes, aglomeraciones y grandes núcleos de gentes entren en el concepto de «masas», tal y como éstas existen y actúan, se requiere que aparezcan revestidas de ciertos signos, por ejemplo: Tiene que haber operado en su formación una conciencia colectiva, de expresión más fuerte que la conciencia individual de quienes la formen. Las masas son homogéneas, y se es elemento de ellas en tanto se posea precisamente engarce esencial con «los otros», en tanto se renuncia y se subordina su propio ser al ser colectivo que las informa. Las masas son totalitarias, exclusivistas, es decir, poseen conciencia de ser una unidad cabal, completa y cerrada. Las masas tienen un rango absolutamente ajeno en el fondo a su cuantía numérica, a los pocos o muchos individuos que las constituyan.

Sin duda, hay otros signos definitorios, y sin duda puede ser estudiado el concepto de «las masas» partiendo de características distintas a esas que señalamos, pero éstas son reales y exactas, y a nosotros nos sirven para aclarar el tema del presente capítulo.

A primera vista puede percibirse que «las masas» son cosa en absoluto extraña a la mentalidad demoburguesa, y su existencia no puede en modo alguno predominar mientras aquélla mantenga su normal vigor. Pues entonces no son las masas, sino los partidos, los grupos, con su adscripción a los conceptos de mayorías y minorías, es decir, con su dependencia a valoraciones de carácter numérico, y desde luego formadas por una suma de «individuos», que añaden y suman eso, el ser individuos.

Pues bien, lejos de ser esencial la cuantía numérica, aunque también sea naturalmente un factor, las masas pueden lograr y logran de hecho el predominio en virtud de otro linaje de cualidades: su agilidad, su modo de ser compacto, su uniformidad, disciplina interna. Los fenómenos que hemos estudiado en esta digresión, el bolchevismo, el fascismo, el racismo socialista alemán, son claros y formidables ejemplos de la intervención y presencia de las masas.

Las masas son, por esencia, cuerpos de signo juvenil, dotados de características que sólo se encuentran en las cosas jóvenes y nuevas. No se olvide que coincide la aparición de las masas con la hora mundial en que se nota asimismo un imperio y vigencia de «lo joven», y en que, como dijimos en la digresión primera, está operante una conciencia juvenil de carácter mesiánico.

 

3. EL UNIFORME POLÍTICO

De las líneas anteriores salta bien madura la consecuencia. La introducción y uso de los uniformes, la exteriorización de signos unánimes e iguales, que se advierte en la política mundial más reciente, es un producto lógico del hecho de ser realizada por las masas. Sólo la actuación de las masas conduce a una acción política «de uniforme», como hoy la percibimos en casi toda Europa.

El hecho de uniformarse señala el abandono radical de la actitud demoburguesa, y la aparición de un genio diferente. Los elementos integradores de las masas entran en las filas con ánimo de renuncia, a la vez que se sienten potenciados, virilizados, con su adscripción a las tareas comunes que las masas realizan.

No sólo en el traje, sino en otros rasgos que caracterizan la acción y presencia de las masas, se advierte la facilidad y rapidez con que sus elementos adoptan los distintivos, saludos y ritos propios de ellas. A modo y especie de contagio, como bajo los efectos de una voluntad fluida e invisible.

Es evidente que los fascistas italianos interpretaron una de las primeras manifestaciones de este fenómeno. Luego, se ha generalizado y extendido, no a título siempre de imitación, como muchos creen, sino por afloración natural de algo típico de la época, y que surge acompañando a las acciones que en ésta se producen. Aparece hoy asimismo en las filas clasistas de los proletarios, y es digno de notarse un hecho que demuestra cómo un estilo así choca con las características del espíritu demoburgués: son, entre los proletarios, aquellos que se muestran menos propicios a unir e identificar sus luchas con los grupos demoburgueses de izquierda quienes adoptan «la uniformidad», levantan el puño y buscan el gesto y el estilo de la milicia. (En España, las juventudes socialistas hacían todas estas cosas, contra la opinión y las preferencias de quienes, en su partido, optaban por una política moderada y de acuerdo con la burguesía izquierdista.)

La actuación política uniformada muestra además otro perfil, que contribuye asimismo a aclarar uno de sus aspectos más singulares. Es el valor de la sinceridad y de la franqueza de sus militantes, el carácter juvenil, de entrega, sin reservas ni cálculo alguno de cinismo o cazurrería.

El militante político uniformado, que exterioriza y muestra su carácter de tal, ofrece el máximum de garantía de que es sincero, y de que difícilmente negará su bandera política, ni la abandonará por móviles individuales y turbios. Sólo las juventudes pueden en efecto dar vida a una actitud política de tal naturaleza. Conocida es, por el contrario, la actitud cautelosa, reservada, propia del viejo militante de los partidos demoburgueses.

Las juventudes, al entrar en el área política, incorporan el valor de la sinceridad, y se muestran tal y como son. El joven se adscribe a una bandera, a unos ideales, y se distingue, mostrándolos, enfundado en ellos. Estima que hay que sacar al aire, a la superficie, las ideas políticas y sociales de las gentes.

Los sectores maduros que asisten al desarrollo de un hecho así reaccionan con juicios disconformes, y muestran su clásica sensatez, expresando que las ideas —el ideal, como ellos dicen con cierto arrobo y farsantería— no deben vincularse a una prenda, a un gesto, ni a nada de análoga frivolidad. Deben, por el contrario, resguardarse en lo más profundo del pecho, en el corazón del hombre, y allí rendirles culto. Pero esto no logra emocionar nada a las juventudes, que tienen mil motivos prácticos para saber que son precisamente aquellos que ocultan «en lo más profundo del corazón» sus ideales, quienes se desprenden de ellos con más facilidad, y cambian y fluctúan de un lado a otro, o actúan sin acordarse mucho de lo que dicen llevar tan guardado y reverenciado.

Las juventudes uniformadas saben, en fin, que son precisamente ellas, con el signo exterior que las distingue, teniendo las ideas vinculadas a su brazo, a su puño, a su camisa o a su gorra, las que de veras están adscritas con firmeza y sinceridad, permanencia y sacrificio, a una bandera. E invitan, por tanto, burlonamente, a las gentes maduras y sensatas, a que no vinculen las ideas a vísceras tan profundas como el corazón, sino que las saquen al aire, de modo que se vean, exponiéndolas con sencillez, en la seguridad de que es más difícil cambiar de camisa que de corazón (o de chaqueta).